LA RUBIA DE HAMBURGO Y OTROS RELATOS ELEMENTALES

La rubia de Hamburgo y otros relatos elementales es el primer libro de relato corto del escritor colombiano Arturo Prado Lima publicado en 2014. Turpin Editores lanzará en España en los próximos días una segunda edición. Ofrecemos hoy una muestra de cinco relatos que hacen parte del libro.

Hay un lugar en el mundo donde no existe   el mundo

En la primera estación del Metro, después del aeropuerto Tegel de Berlín, una mujer rubia, de ojos irreales, muslos imposibles y piel de alguna divinidad extraviada en la memoria de la humanidad, se prende a los labios de su hombre. Lo ciñe por el cuello. Él resbala sus manos por las pendientes y llanuras verticales de la piel, atiza los volcanes lácteos con silenciosas plegarias de fuego. Las manos descienden a la cintura, a las caderas del tiempo, al origen de la humanidad y, con la velocidad de la nostalgia en ciernes, le sube la minifalda azul a la cintura.
Ella suelta un lamento feliz que se da de bruces contra los anteojos, los avisos publicitarios y los rieles del tren, y se pierde por la oscura profundidad de los túneles del Metro… Hay un sitio en el mundo donde existe el mundo.
Dos turcas, con atuendos turcos, escandalizadas y creyéndola víctima de una dicha ciega, intentan llamar a la policía para que vengue a la mujer de aquella súbita misericordia de la carne.
El pintor colombo-brasileño que me acompaña, les arranca el teléfono móvil de las manos y pide apoyo a los curiosos para expulsar a las turcas de la estación del tren: «no se puede permitir que a estas alturas de la vida las turcas aún le tengan miedo a la desnudez del amor», grita.
Fuera de la estación, en la calle, llueve a mares, pero los viajeros, y nosotros, preferimos cargar sus maletas y escoltar a las turcas hasta la próxima estación.

La sombra de Cortázar

Hernán fue uno de los que logró huir de la cacería pinochetista de los años setenta. Era un cineasta en ciernes por entonces. Se afincó en la Alemania Oriental.

Una tarde, pasada ya la euforia de la caída del Muro, pasando el puente Humboldthafen Brucke, sobre el río Spree, se encontró de frente con la sombra de Julio Cortázar. Pasó de largo la sombra, larga, barbada, y algo como un saxofón en los largos brazos. Iba de prisa la sombra, persiguiendo a algún perseguidor de sombras…

Hernán quiso seguir a la sombra, pero se enredó en un mar de confusiones. El dramatismo del acontecimiento lo anonadó. Debió filmar, ya que llevaba una cámara, y de las buenas. Llegó a casa espantado.

Su mujer, una hermosa rubia de 24 años, camarera profesional, era la protagonista unánime de las películas de Hernán. Cuando lo vio llegar, tratando de hallarse a sí mismo y hablando de la sombra de Cortázar en el puente, ella supo que su viejo (Hernán tenía por entonces 75 años) era el loco más maravilloso que había conocido y conocerá jamás.

Entonces, en silencio, ya a la madrugada, ella empezó a dar forma al personaje de la sombra, aunque no pudo comprender muy bien el papel de los perseguidores de sombras. Lo abrazó entre la noche y el día, expectante, dulce, húmeda: si te mueres antes de hacer esta película, le dijo, te mato.

 

       Corredor de la muerte

Se le había olvidado la tristeza en el autobús. Pero al contrario de lo que podía pensarse, no llegó alegre a casa. Llegó vacía. Porque la tristeza la llenaba toda y hasta su aura no escapaba al gris caribe de su monumental abatimiento.

Ese día supo por la radio del autobús que había la posibilidad de que su hijo, recluido en el pasillo de la muerte de una prisión en Miami, fuera declarado inocente. Había sido encarcelado hace 17 años. En los dos últimos meses, cuando se acercaba la fecha de la ejecución, su madre se había dedicado a mendigar en las calles de San Juan de Puerto Rico para repatriar el cadáver de su hijo y darle cristiana sepultura.

El golpe de la noticia que escuchó en el autobús fue tal que olvidó la tristeza en el último asiento del autobús al bajarse con la premura de un felino que salta de algún lugar del corazón a la calle desnuda. Quiso recuperarla. Se había acostumbrado tanto a ella que ahora estaba triste por la tristeza. Cuando llegó su hijo, vivo, la tristeza se convirtió en nostalgia. Se sintió embaraza por segunda vez del mismo hijo.

 

Inseparables

Eran inseparables desde el colegio. Una era de Tunja, la otra del Chocó; ésta de Bogotá. De profesión peluquera, administrativa y desempleada, habían soñado juntas con las pasarelas americanas.

A falta de oportunidades reales, hicieron a un lado el sueño americano y siguieron soñando con la Europa Occidental. Beatriz, la bogotana, quería invertir parte de la fortuna de su familia en alcanzar el objetivo de las tres; pero, secuestraron a su padre y la familia quedó en la calle.

Tres meses antes de que España implantara el sistema de visado para los colombianos, desembarcaron en Barajas, no solamente las tres, sino, además, dos hermanastros, madrastra y padre de la bogotana, más la morena que conocieron en el avión. Los acogió ACNUR, para suerte de todos y todas.

A los seis meses, Beatriz dejó de hurgar en las posibilidades de las pasarelas de la ciudad ante la inminencia de una gordura en ciernes y se fue a vivir con un pakistaní feliz de la vida.

La chocoana se ennovió con un alemán y desapareció de Madrid. Martha, la boyacense, se mudó a un piso nuevo con un ucraniano inmenso, con quien tuvo dos hijas. Ella practicaba el modelaje para el ucraniano y sus hijas. Soñaba para ellas con las pasarelas bogotanas.

Nunca me he ido de tu lado

“Nunca me he ido de tu lado”, dijo, lúcida y exquisita.

“La prueba de que siempre he estado contigo es que hemos ido al teatro… Hemos ido a la protesta; hemos construido una bonita utopía… Hemos ido a Quito, a Bogotá, a comer pollo y a los restaurantes españoles. Te lo repito: nunca me he ido de tu lado”

Pero no era ella. Y no lo sabía.