Seguramente era un guerrero de los tantos que desertaban de los grupos armados levantados contra el orden establecido. Tenía los ojos y la sonrisa de Botticelli, el pintor de los Señores de Florencia. Cuando entró a la oficina y puso los ojos en mis ojos, yo sentí el terremoto que deben sentir los amantes a la hora de un naufragio: la salmuera del mundo revuelta con las lágrimas de la lengua apretada en el corazón hasta el orgasmo más hondo. Cuando me saludó y asaltó el camino que seguía mi mirada hacia su mirada, comprobé que sus manos no tenían huesos y eran las más suaves del mundo. ¿Botticelli tendría huesos en las manos?

Como nunca desde entonces quería venir a Florencia, aquí donde la humanidad empezó su renacimiento hacia sí misma. Ahora, en cada cuadro de los grandes pintores y escultores florentinos siento esa especie de dolor concentrado que sentido con la actitud poética que fueron pintados y esculpidos no es otra que un orgasmo contra el orden establecido de las rutinas del mundo.

Arturo Prado Lima