FEDERICO GARCÍA LORCA:

LA SOMBRA DE LA LÁGRIMA

 

Pero que todos sepan que no hemos muerto;

Que hay un establo de oro en mis labios;

Que soy el pequeño amigo del viento oeste;

Que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.

 

Por Víctor Rojas

 

Llueve sin fuerza, garúa de tristeza sobre la ciudad. Las hojas de los árboles se han convertido en narices de hombres que lloran a hurtadillas. Es ya junio y el verano tarda en asomarse. La desidia de mi espíritu pesa como plomo y maldice por cuarta vez el mal tiempo. De sobremesa, el bandoneón de Astor Piazzolla vuelve al sur, a rastras, cargando temores y seseos.  La llovizna  salpica contra la ventana y clama que en los barrancos de Viznar ha sido asesinada la metáfora.

Entonces esa tarde nórdica se hace propia pata buscar las palabras  y los números que nos recuerden que no hay derecho al olvido. Desde esta punta brumosa a una cuna en Andalucía solo hay cien años de vida. Digámoslo, en 1898, el sexto mes ha ocurrido su primera semana y cualquier hora del día, o de la noche, el villorrio Fuente Vaqueros, se abre el vientre de la maestra rural Vicenta Lorca, al son do gritos y sudores. Por entre las montañas formadas por muslos maternos, envuelto en sangre y verano, brota un poeta.

Se llamará como el padre y como el mote de un bello país americano azotado por la intolerancia: Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca. En la cuna del pequeño han puesto un títere de risa poderosa y mirada pálida y lejana como la luna. Tan pronto empieza el nuevo siglo,  estos veinte lustros que han sido solo vergüenza, viene una comadrona a decir que es de urgencia darle de beber al pequeño agua de malva o de flor de sauce para mitigarle la fiebre. Así los días mueren, uno detrás de otro, y en el aire de la vieja Granada esparce el canto de una nodriza atareada al enclenque vástago:

Duérmete mi niño

Que tengo que hacer

Lavarte la ropa

Ponerme a coser.

Y con las lunas vino el tiempo complacido a invitar al poeta a que se aferrara al viento andaluz y ganduleara con él hasta aprender a reír, como la pandereta, y a ver la malicia del gitano y su cuchillo de plata, y a sugerir lo que está escrito en la piel de un toro. Y mientras la primera vergüenza del siglo sin rubor alguno llega a su final, el cantor andaluz. Aniñado, casi ingenuo, suelta en el regazo de los vientos sus primeros rasguños poéticos. Y en la búsqueda de su lugar bajo el sol decide vivir como huésped eterno de la Residencia de Estudiantes de Madrid. Allí, bajo la luna azul evoca entre lengua y labios la fiesta del cante jondo y en las noches lluviosas baila eufórico de la cintura de Dali, un vulgar payaso de bigote enroscado cuyas pinturas ha matriculado en la escuela del surrealismo.

Y después, luciendo pantalones habanos, saldrá por los bares a rumbear  con un diploma de leyes bajo el brazo y la ruidosa compañía de un   cineasta irónico llamado Buñuel y de un escritor famoso por el nombre  que le puso a su burro plateado. Pero las horas forman la rebelión del tiempo en el preciso instante en que el deseo duele al ser negado. El poeta huye con un corazón verde entre las manos. Y es que la pasión por un tal Emilio Aladrén, es más ardiente que la obsidiana  recién escupida del fuego terrenal. El poeta huye, porque sabe que el olvido de los amores difíciles no es más grande que la distancia entre Madrid y Nueva York. Y refundido allende los mares sabrá que sus ojos no han visto enterrar a los muertos y que este verso lo sorprenderá a la vuelta de paseo:

 

Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.
Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.
Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!

Ya sé que hemos llegado a la orilla muda de la verdad. Siempre regresamos, por lo general un paso más allá del lugar de donde partimos. Ahora vamos de regreso, con el rabo entre las piernas. Volvemos con las manos vacías, pero tal vez olvidados de las penas de amor, al lugar donde reposan los ombligos cortados. El poeta sin embargo regresa a su terruño y al éxito. Lo he leído en un libro pálido hecho en una vieja máquina guttemberg. Para más señas ello está escrito debajo de Cielo vivo:

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas.

Allí no llega la escarcha de los ojos apagados
ni el mugido del árbol asesinado por la oruga.
Allí todas las formas guardan entrelazadas
una sola expresión frenética de avance.

No puedes avanzar por los enjambres de corolas
porque el aire disuelve tus dientes de azúcar,
ni puedes acariciar la fugaz hoja del helecho
sin sentir el asombro definitivo del marfil.

Allí bajo las raíces y en la médula del aire,
se comprende la verdad de las cosas equivocadas.
El nadador de níquel que acecha la onda más fina
y el rebaño de vacas nocturnas con rojas patitas de mujer.

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de humedades y latidos
para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos encallados.
Tropiezo vacilante por la dura eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor. ¡Amor visible!

Es cierto, lo ha dicho un poeta en Nueva York, que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío. No por casualidad allá también hay negros golpeados como los gitanos en las barriadas de Andalucía. Por eso alguien lo escuchó decir: “Estoy y estaré siempre con quienes no tienen nada y a quienes incluso se les niega la tranquilidad  de esa nada”. Y esas palabras desnudas abortan mis ímpetus  irreverentes y me animan a tutearte, a hablarte sin tapujos.

Pero dejemos las cosas así, sin troncharles su curso ya sucedido. Mejor vámonos pronto, al sur plateado que allá espera Neruda con su gorra de marinero trasnochado y algunos versos en la puerta del horno. Tú lo veras muy cerca de una estrella hacerle el amor a una poetisa alta, rubia, vaporosa, dorada, carnal, compacta hecha y derecha. Así, con todos esos adjetivos, que ponen la carne en tensión, fue como tu hermano poeta sintió a la poetisa bajo su pansa de renacuajo, mientras tú, de alcahuete envuelto en la noche, rodabas por los escalones que bajaban de las estrellas. Caíste con un tobillo roto y un grito y tu grito de dolor se conjugó con los gemidos de placer de los poetas en las alturas jugando al sexo. Pero ahora, olvídate del dolor. No hay gangrena en tu tobillo sino en bella Italia y en la culta Alemania y también en tu amada España. Gangrena administrada por siniestra gente, vestida en camisas negras. Los presentías, es cierto, cuando tu pluma recorrió Malagueña:

La muerte
entra y sale
de la taberna.

Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.

Y hay un olor a sal
y a sangre de hembra,
en los nardos febriles
de la marina.

La muerte
entra y sale,
y sale y entra
la muerte
de la taberna.

Para retardar la entrada al reino de la lágrima, se me ocurre escribir que las palomas para aplacar sus guerras utilizan al ente humano como símbolo de paz. La buena intención, de esa con que está adornado el camino del infierno, no tiene culpa de engañar a las palomas tontas. Pero dejemos a retórica a la vera del camino, que ya es hora de morir. Ahora lo entiendo, ¡poeta de la alegría!, ¡de la gitanidad!, ¡de la luna azul!, ¡de la negritud¡  poeta de quien pueblan esta tierra bellaca al margen de la comida! Los perros que muerden tu cerebro son chorpatélicos, como las ventanas donde en generalato se asoma a espantar la alegría.  Cuéntanos poeta, ¿llovía en los barrancos de Viznar cuando la bala fratricida partió a poblar tu corazón de treinta y ocho junios?