Escribe / Jaime Flórez Meza
Antes de que la muerte lo sorprendiera el 29 de marzo de 2021 (por problemas del corazón, según el periódico Arteria), Antonio Caro, uno de los más importantes artistas colombianos de todos los tiempos, estuvo trabajando en el proyecto Artemorfosis con la obra colaborativa Enseñanzas encerradas. Y antes de ello en un par de obras para la galería Casas Reigner, el diario El Tiempo y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Fueron tres experiencias desarrolladas en medio de la actual pandemia de Covid-19.
“EL ARTE ES UN IMPOSIBLE. ENTONCES, NO SIRVE PARA UN CARAJO”
En septiembre de 1977 se realizó un histórico paro cívico en Colombia contra el gobierno de López Michelsen. Muchos intelectuales y artistas firmaron una declaración apoyando el gran movimiento social que condujo a esa protesta. ¿Apoyó el paro? ¿Su obra Todo está muy Caro fue una respuesta al “Mandato Claro” de López Michelsen? Que la gente parodiaba como “Mandato Caro” por el alza significativa en el costo de vida.
Ese trabajo vino meses después del paro, en 1978. Yo creo que leí y plasmé ese descontento popular en esa frase. También quise decir algo más, muy superficial al lado de la crítica situación: mi apellido, como adjetivo, andaba en boca de la gente y en los muros de las ciudades por aquello del “mandato caro” de ese gobierno sobre este país; pero en el ámbito artístico yo era muy citado por Colombia-Coca-Cola y esa fue la segunda lectura que quise introducir: que además de que todo estaba muy caro en Colombia, todo estaba “muy Caro”. Así que de paso me promocionaba. En cuanto al paro, sí, lo apoyé.

“MI MEJOR OBRA NO FUE MÍA SINO DE OTRO. YO SOLO LA REPITO”
Otra de sus obsesiones, por decirlo así, ha sido la firma del líder indígena Manuel Quintín Lame, que usted ha imitado y representado en distintos formatos, acompañada de un petroglifo. ¿Por qué su interés justamente en la rúbrica de un personaje tan fascinante como Quintín Lame?
En 1971 vi una nota periodística sobre la publicación del libro En defensa de mi raza, que unos académicos e investigadores colombianos habían escrito acerca de Manuel Quintín Lame Chantre. La nota estaba acompañada de una fotografía de Quintín Lame, que había muerto en 1967. Y me interesó descubrir quién era ese indígena nasa-paez que combatió en la Guerra de los Mil Días, estudió Derecho en forma autodidacta y luchó por la defensa de los derechos de los indígenas. Conseguí el libro y ahí encontré esa firma: me llamó mucho la atención esa caligrafía tan del siglo XIX y cómo él dibujaba, pegadita a su rúbrica, un petroglifo. Eso me pareció un acto de sincretismo increíble y se me ocurrió copiar todo eso. Luego lo repetí manualmente en cartulinas y elaboré un volante con información de este personaje desconocido y olvidado por la historia oficial. Y titulé el trabajo Manuel Quintín Lame. Información y variación visual y lo presenté en el Salón Independiente de 1972. Fíjese que yo participé tanto en el Salón Nacional de Artistas, con aquella pancarta AQUÍNOCABEELARTE, como en el Independiente. Y repartí los volantes informativos en la exposición y en la calle para que los transeúntes supieran un poco quién había sido Quintín Lame.
El Salón Independiente era una protesta contra el Salón Nacional. ¿Lo criticaron por participar en ambos eventos?
Algunos dijeron que yo era un irreverente y un ambiguo por ser el único artista que participaba en los dos.

La firma de Quintín Lame es muy poderosa y dice mucho más de lo que podría decir una imagen.
Para mí es lo más importante que he hecho. Mi mejor trabajo no es mío sino de él, Quintín Lame. Y lo que he hecho es repetirlo: en postales, afiches, pancartas, hojas volantes, carteles, paredes y ventanas de museos. Y también elaboré diapositivas para hablar del personaje a partir de su firma. Para mí es importante repetir un trabajo hasta la saciedad.
El crítico uruguayo Luis Camnitzer ha elogiado todo este trabajo, destacando cómo cada vez que usted lo expone en alguna de sus múltiples formas se activa la denuncia de una multi-centenaria opresión sobre los pueblos indígenas colombianos y americanos. De hecho, él dijo que usted era un “guerrillero visual”. ¿Comparte ese calificativo?
En el mundo de las artes visuales se ha empleado el sustantivo “guerrillero”, incluso por parte de ciertos artistas como, por ejemplo, las Guerrilla Girls, esas artistas feministas y antirracistas estadounidenses que se cubren el rostro con máscaras de gorilas y realizan un trabajo visual y activista muy importante de reivindicación de las artistas y de las mujeres en general. Pero el término se empezó a usar primero en el mundo de la contra-información como “guerrilla de comunicación”. Yo no creo que mi trabajo se pueda equiparar con el de esas artistas gringas ni que yo sea un guerrillero del conceptualismo. Si Camnitzer me veía así es cosa de él.
Hubo una guerrilla indígena en Colombia, la primera en su género en América Latina, que adoptó el nombre Manuel Quintín Lame. ¿Usted cree que su trabajo sobre este personaje lo puso en circulación en Colombia, coincidiendo con la aparición de esa guerrilla que estuvo activa entre 1984 y 1991?
Quintín Lame siempre ha sido un referente y un símbolo para los pueblos indígenas no solo del Departamento del Cauca sino de toda Colombia. Yo quizás contribuí un poco a visibilizarlo, pero acuérdese que fueron unos académicos e intelectuales los que publicaron un libro sobre él a comienzos de los setenta.
Otro de sus intereses ha sido el achiote, que fue la materia prima de su Proyecto 500 y cuyo nombre lo ha usado en vallas que parodian otro producto comercial, los chicles Adams. ¿Por qué el achiote?
Por allá en el año 87 me invitaron a formar parte de un proyecto para conmemorar los 500 años del desembarco de Colón en Abya Yala, como estaban haciendo también en los demás países de este continente. Yo ya había usado sal y agua en mi trabajo y venía pintando la planta de maíz, repitiéndola ad infinitum. Se me ocurrió entonces buscar otro alimento y busqué un pigmento natural. Si tengo suerte a mí me baja una idea por año, y esa vez fue el achiote, que usamos para adobar nuestras comidas. Pero los indígenas amazónicos lo empleaban desde hace cientos de años para pintarse el cuerpo, proteger su piel del sol y como repelente de insectos. El achiote es originario de estos países tropicales. Yo quise rendirle un homenaje a este pigmento maravilloso, pintando con él la palabra proyecto y el número 500, primero sobre una pared, posteriormente sobre papel hecho a base de amate, que es un árbol americano, concretamente de América Central y México, de cuya corteza se produce ese papel que además fue utilizado para elaborar códices de la época de la conquista. Fíjese que lo que hice fue juntar dos elementos que representan lo indígena (el códice) y lo español (la escritura). El trabajo incluía afiches y tarjetas que reproducían el número 500 como una forma de promocionar la obra, es decir, la pintura al achiote en aceite y amate que ya he descrito. Para completar la experiencia yo hacía performances que consistían en una charla sobre el achiote y los 500 años de colonialismo, porque como usted sabe el colonialismo no terminó con la independencia: continúa hasta ahora y afecta tanto a los indígenas como a los demás habitantes de este continente. Ya he dicho que el solo hecho de que se lo haya bautizado como América es un factor colonialista, pues tendría que haberse llamado con un nombre propio de acá como es Abya Yala.
Que significa tierra en constante madurez, ¿no?
Esa podría ser la traducción de la lengua Kuna.

¿Achiote escrito con tipografía de Chiclets Adams sería semejante a Colombia-Marlboro y Colombia-Coca-Cola?
Sí, pero la intención y el efecto no es el mismo. El achiote y el chicle son dos productos de consumo masivo, el uno natural y el otro artificial. Sin embargo, el chicle es en esencia una resina que se extrae de un árbol tropical americano, el chico zapote, con la cual se elaboran muchas cosas, entre ellas la goma de mascar; o sea que ambos productos son de origen americano. Pero el achiote se ha industrializado y usted lo encuentra en frascos de supermercado y en la industria cosmética. Y la goma de mascar es uno de los derivados del zapote. Entonces yo lo que hago es relacionarlos.
Achiote y chicle tienen cierta consonancia fonética, pero esta vez usted llevó la imagen a un formato mucho más grande como el de la valla publicitaria. ¿Quería promocionar un pigmento tropical y burlarse de una golosina famosa mundialmente?
Yo quería expresar una idea a propósito del colonialismo.
¿Y cuál era?
Que la goma de mascar es prescindible, pero el achiote no. ¿Qué sería de la cocina sin el achiote? Hay algo más sobre esta obra: como a mí siempre me ha interesado involucrar al público en mi trabajo, cuando yo la presento en alguna ciudad del mundo uso el achiote para pintar la piel de las personas que quieran participar de la obra, de la experiencia, porque para mí una obra tiene que ser una experiencia con el público. Esa acción de pintar a otra persona que me está permitiendo hacerlo es una forma efímera de mantener vivo un ritual de los indígenas amazónicos. Subrayo la palabra efímero porque buena parte de mi trabajo es efímero.

En 1995 usted presentó la obra San Andrés, Providencia y Santa Catalina, elaborada en su totalidad con las desaparecidas monedas de 10 pesos que tenían la imagen del mapa de ese archipiélago, representando con ellas el croquis de esas islas colombianas. ¿Qué sintió cuando en 2012 Colombia perdió un 40 % de mar en su disputa con Nicaragua por una zona pesquera en dicha zona?
Me entristecí porque los pescadores raizales de esas islas se quedaron sin poder pescar en esa parte tan rica y ellos vivían justamente de la pesca. Ese litigio nos salió muy mal. Pero, como bien se sabe, el Estado colombiano siempre se ha olvidado de los habitantes de estas islas y cuando se puso a pelear por ellas en el Tribunal de La Haya se perdió esa porción vital. El hecho es que San Andrés, Providencia y Santa Catalina siguen valiendo diez pesos para el Estado. Lo vimos cuando pasó el huracán Iota en noviembre pasado. La reconstrucción que se prometió no se ha cumplido.
La bandera de Colombia vuelve a ser resignificada por usted en 2012 con su obra Minería (realidad aumentada). Ya lo había hecho en 1977 con la reedición de Colombia-Coca-Cola. Esta vez usted conservó el amarillo en la palabra minería y la franja la volvió negra. Aunque me imagino cuál es la razón de esta decisión no puedo dejar de preguntarle por qué.
Yo creo que nuestra controvertida franja amarilla, que según nos han dicho representa las riquezas de nuestro país, hace mucho tiempo se volvió negra para el pueblo colombiano y para los ecosistemas que sufren las consecuencias de la degradación ambiental en nombre de una industria como la minera. Yo pude haber conservado la franja amarilla y haber puesto la palabra en negro, pero eso habría sido hace treinta o más años. Ahora ya estamos en negro.

¿Por qué minería y no ganadería extensiva o petróleo?
Bueno, esas son otras posibilidades como para seguir con la misma idea y la misma obra por otros años más. Lo que pasa es que a nosotros nos vendieron la minería como la locomotora del desarrollo. Y lo que yo veo es que esa locomotora ya se descarriló llevándose todo lo que encontraba a su paso.
“LOS TALLERES DE ARTE MATAN LA CREATIVIDAD”
Usted le ha dado mucha importancia a su labor pedagógica en sus talleres de creatividad visual y hasta publicó un libro en 2013 que da cuenta de sus experiencias de veinte años como tallerista en Colombia. ¿Por qué se cuida de emplear las palabras “arte” y “artista” en estos encuentros?
Precisamente por eso: porque son unos encuentros con la gente y yo no voy como artista sino como un visitante que pone a disposición de un grupo de personas unas herramientas para propiciar la creatividad de ellas mediante lo visual. Yo no enseño nada ni hago un trabajo psicológico o terapéutico porque no soy pedagogo ni psicólogo. A duras penas soy un ser humano. Ahora, volviendo a su pregunta, cuando yo uso la palabra arte es para decirle a la gente “¡no más obras de arte!; hagamos, actuemos en la sociedad”.
¿Pero usted no buscaba con esos talleres que cada persona encontrara al artista que llevaba dentro, como decía Joseph Beuys?
Eso me parece muy pretencioso. Puede ser que mis talleres sirvieran como una motivación para que una persona siguiera un proceso estético. Pero lo que más me interesaba era que lo visual, que es un atributo que lo tenemos todos y no solamente los artistas, fuera lo primordial en estas experiencias, y por supuesto el contacto humano. Yo como artista puedo ser detestable, pero como tallerista tengo que ser muy querido. Y los talleres eran de creatividad visual y no de expresión artística, porque lo importante era la obra como proceso y no como objeto. Toda persona puede crear una imagen o un texto visual con muy pocos recursos y creatividad, que es el recurso más importante. Lo que hago es decirle “usted puede ser creativo”. Pero no a través de un taller de arte que yo sería incapaz de hacer y en el que no creo.
De alguna manera partía de su propia experiencia como artista de pocos pero muy efectivos recursos expresivos.
La publicidad, que fue mi escuela, me permitió potenciar esos recursos; y el arte, a compartirlos con otros. Si yo que tengo una pésima vista puedo ver, plasmar y transmitir cosas e ideas, ¿por qué no van a poder otros? Por eso yo he tratado de juntar dos cosas tanto en mi trabajo artístico como en mis talleres creativo-visuales: como yo pienso que el artista trabaja para sus propios devaneos, me ha parecido importante involucrar el diseño gráfico para no quedarme en esas elucubraciones. El diseño es concreto y eso me gusta. Entonces, mis talleres son de creatividad visual mediante el diseño. Como fracasado estudiante de bellas artes puedo decir que los talleres de arte matan la creatividad.

Caro en uno de sus talleres. Foto / Flickr
“PRÁCTICAMENTE NO BUSCO Y CUANDO BUSCO ME VA MAL”
Maestro, usted es un artista y una persona muy sui generis. Parece ser más humano que lo humano y nunca, con todo el prestigio que tiene, se le han subido los humos.
Pues esa autenticidad me trajo problemas algunas veces. Muchas personas no creían que yo fuera un artista. O que me comportara como un artista. Y ni siquiera como lo que creen que es un ser humano. A mí siempre me ha gustado caminar, andar en bus, en Transmilenio, nunca compré carro, solo dos veces me puse un traje, no me casé, no tuve hijos, no tengo computador ni celular, no vivo en un apartamento lujoso. No soy un consumista.
¿Y como Picasso usted podría decir que no es de los que busca sino de los que encuentra?
Cuando busqué algo me fue mal. Pero como yo no soy ningún genio tengo que intentar ser artista; o más bien, hacerme pasar por artista. Yo creo que mi trabajo es una combinación de intuición y suerte. Si tengo suerte se me ocurre algo y me dejo llevar por la intuición.
¿Nunca le ha hecho falta un computador ni internet?
Ahora me prestan un computador y tengo conexión a internet. Antes tenía que meterme en un cibercafé. Pero me he cuidado mucho de no ser un esclavo digital. Soy un analfabeto digital muy consciente de lo que está pasando.
Su maestro Bernardo Salcedo dijo una vez lo siguiente: “Caro es Caro. El personaje es más importante que lo que hace. En sí es una obra él mismo. Mientras que otros artistas son por lo que hacen, Caro es por él mismo”. ¿Qué opina de esta declaración?
Yo respeto las opiniones de los demás y en este caso me reservo mi opinión.
“YO NO INVENTO NADA. YO RECOJO LO QUE VEO Y CAPTO LO QUE HAY”
¿Cómo lo ha tratado la pandemia del Covid-19?
Yo creo que bien. Porque no solo no me he enfermado, sino que he podido continuar con mi trabajo y meditar muchísimo. Tuve la suerte de que un amigo se fue a una finca y me dejó su apartamento, con nevera llena, computador y todo, cuando empezó la cuarentena. Así pude estar yo con yo. Pero muchas amistades y personas conocidas se pusieron en contacto conmigo, o sea que no es muy cierto que todo el tiempo haya estado yo con yo. Un día llamé a galería Casas Riegner, que tiene varios trabajos míos, a proponerles una obra a propósito de la cuarentena. Lavándome las manos varias veces al día con jabón, como todo el mundo, se me ocurrió que el jabón se volvió nuestra nueva piedra filosofal y que, por tanto, tenía que hacer algo con el bendito jabón. Y la frase tenía que ser muy simple: “Jabón bendito jabón”. La idea era que se exhibiera en una de las ventanas de la galería. Y así lo hice, usando el conocido jabón Rey como material. Usted sabe que a mí me gusta repetir lo que hago y compartirlo con el público: sin público no hay artistas. En este caso organizamos con el periódico El Tiempo y Casas Riegner una acción plástica el año pasado, con agua, jabón, público y yo mismo. Muchas personas se inscribieron y fueron a la galería a darme la mano, y cada una se lavaba las manos con jabón, yo también. Pero el darse la mano era lo más importante, porque ese ritual es como el lavado de manos: se necesita el contacto de una con la otra.

Caro junto a su obra Jabón bendito jabón. 2020. Foto / Casas Riegner
La segunda idea que tuve fue la frasecita “yo con yo”, que se la di a Tangrama, un estudio de diseño gráfico de Bogotá, para un proyecto que organizó El Tiempo y el Museo de Arte Moderno de Bogotá: De voz a voz. Tangrama usó cuatro fuentes tipográficas que yo había usado en mi trabajo y también incluyeron el arbusto de maíz, el tigre (referencia a El Imperialismo es un tigre de papel) y la mano que simboliza la cachetada de Defienda su talento. Todo eso me pareció genial, pero el mérito es de Tangrama. Lo mejor de todo fue que El Tiempo publicó el afiche en una página entera y así la obra se puso en manos del público, y eso es algo que me interesa muchísimo: la circulación y el empoderamiento de una obra, que el público se empodere de ella.

“YO CON YO. ME DOY POR BIEN SERVIDO. CAMA, COMIDA Y COSITAS”
¿Qué es lo último que ha hecho?
Una obra colaborativa con Daniel Liévano, que es un dibujante e ilustrador. Se llama Enseñanzas encerradas y la hicimos para el proyecto Artemorfosis, que busca una transformación y sanación individual y social a través del arte en estos tiempos de pandemia. Me preguntaron cuáles eran las enseñanzas que me había dejado este prolongado encierro. Y yo ya tenía una, que era el poder estar “yo con yo”, así que la primera idea era esa otra vez. Seguí pensando y me dije otro día “me doy por bien servido”; es una idea muy colombiana que uno la dice cuando algo le sale bien en un país tan complicado como éste. Pero yo discutí eso con Daniel y le dije que, si bien el trabajo estaba muy escaso y difícil por la pandemia, yo me daba por bien servido por tener estos pequeños proyectos. Y la tercera enseñanza fue mirar a mi alrededor: tenía cama, no me faltaba comida y tenía mis cositas; la importancia de apreciar eso, ¿no? Entonces la reflexión quedó simplemente en “cama, comida y cositas”. Y todo eso quería decirlo públicamente, en el espacio público, que es el espacio de todos, a través de unos afiches. Diseñados por Daniel Liévano y realizados por Jaime Valencia, uno de los mejores serigrafistas que yo conozco. Como ve, yo fui el que menos hizo en este trabajo, pero le di mis sugerencias a Daniel cuando me mostró sus diseños y dije exactamente dónde se debían pegar los afiches. Estuve presente en esa labor y también pregunté y escuché a la gente sus impresiones sobre esta obra, tan efímera como lo que dura un afiche o cartel en un muro.

¿Qué otra enseñanza le ha dejado la pandemia?
Que yo individualmente no existo. Solo cuando las personas me llaman comienzo a existir.