ARTURO PRADO LIMA es Colombiano y hasta el momento ha publicado 4 libros de poesía, dos novelas y tres libros de cuentos. Su actividad periodística la despliega desde Madrid, España, en donde reside desde hace 20 años. Es el director y fundador de este Magazín Cultural Internacional.
Corredor de la muerte
Se le había olvidado la tristeza en el autobús. Pero al contrario de lo que podía pensarse, no llegó alegre a casa. Llegó vacía. Porque la tristeza la llenaba toda y hasta su aura no escapaba al gris caribe de su monumental abatimiento.
Ese día supo por la radio del autobús que había la posibilidad de que su hijo, recluido en el pasillo de la muerte de una prisión en Miami, fuera declarado inocente. Había sido encarcelado hace 17 años. En los dos últimos meses, cuando se acercaba la fecha de la ejecución, su madre se había dedicado a mendigar en las calles de San Juan de Puerto Rico para repatriar el cadáver de su hijo y darle cristiana sepultura.
El golpe de la noticia que escuchó en el autobús fue tal que olvidó la tristeza en el último asiento del autobús al bajarse con la premura de un felino que salta de algún lugar del corazón a la calle desnuda. Quiso recuperarla. Se había acostumbrado tanto a ella que ahora estaba triste por la tristeza. Cuando llegó su hijo, vivo, la tristeza se convirtió en nostalgia. Se sintió embaraza por segunda vez del mismo hijo.
Inseparables
Eran inseparables desde el colegio. Una era de Tunja, la otra del Chocó; ésta de Bogotá. De profesión peluquera, administrativa y desempleada, habían soñado juntas con las pasarelas americanas.
A falta de oportunidades reales, hicieron a un lado el sueño americano y siguieron soñando con la Europa Occidental. Beatriz, la bogotana, quería invertir parte de la fortuna de su familia en alcanzar el objetivo de las tres; pero, secuestraron a su padre y la familia quedó en la calle.
Tres meses antes de que España implantara el sistema de visado para los colombianos, desembarcaron en Barajas, no solamente las tres, sino, además, dos hermanastros, madrastra y padre de la bogotana, más la morena que conocieron en el avión. Los acogió ACNUR, para suerte de todos y todas.
A los seis meses, Beatriz dejó de hurgar en las posibilidades de las pasarelas de la ciudad ante la inminencia de una gordura en ciernes y se fue a vivir con un pakistaní feliz de la vida.
La chocoana se ennovió con un alemán y desapareció de Madrid. Martha, la boyacense, se mudó a un piso nuevo con un ucraniano inmenso, con quien tuvo dos hijas. Ella practicaba el modelaje para el ucraniano y sus hijas. Soñaba para ellas con las pasarelas bogotanas.
El comandante en los sueños de
Nathalie Cordone
Estuvo toda la noche escuchando y mirando a la cantante Nathalie Cordone. Y siempre la misma canción. Hablamos de otras cosas, y aunque quise sacar el tema del protagonista de la canción, Omar se desentendía.
La escuchaba en inglés y en español, pero prefería oírla en francés y en una versión totalmente desmitificada. Toda la noche me pregunté si lo que le interesaba era el tema de la canción o la escultura femenil de la bella cantante.
Corría agosto de 2001, y Omar había huido de Rabat a través de la frontera argelina después de ser acusado de traición a la patria por los servicios secretos de la monarquía Marroquí. El motivo, un artículo en su periódico donde siempre escribía “cosas justas”, según él.
No hablaba bien el español, pero se hacía entender. Su asilo político estaba en veremos… Entre tanto, vivíamos en un hotel de dos estrellas, en una habitación con dos camas.
Al final de la noche, después de los últimos tragos de la última botella de ‘Oporto’, me abrazó, y con lágrimas en los ojos me pidió que, de ser posible, le presentara a ese comandante de la canción de Nathalie Cordone. La canción se llamaba “Hasta siempre comandante”.
Y me pidió que lo acompañara al “rastro” a comprar una estrella solitaria para pegarla en la frente de su boina.
Una ventana roja en Ámsterdam
En Barcelona, Antoni Calasanz no era feliz. Sentía que una mujer se había metido en su cuerpo y era ella la que gobernaba la casa. Tampoco sabía si la mujer era una invasora, una invitada o era él el ocupante o el invitado… No lo tuvo claro hasta los 18 años, cuando un mulato hermoso que paseaba por Las Ramblas de un domingo otoñal, le arrancó, casi con violencia, un suspiro desde el fondo de no se sabe dónde.
Por las noches, Antoni se vestía de Antonia y se iba por los alrededores de Las Ramblas a buscar satisfacción para su alma.
Antonia y Antoni hicieron un trato: convivirían juntos el resto de sus vidas. Ella alquiló una ventana roja en Ámsterdam y él hacía vida social en Barcelona. No se extrañaban, simplemente se apoyaban mutuamente.
Linchamiento en Esmeraldas
En Esmeraldas, Ecuador, en un barrio que cercaba la policía todas las noches para que sus habitantes no salieran a delinquir, llegó una extranjera de armas tomar. Alta, hermosa, nostálgica, hechicera. Ernesto llegó desde Quito con 3 mil dólares en el bolsillo para gestionar documentos en el consulado de su país. Como siempre, buscó el límite de sus emociones y a media noche fue a parar al palenque de San Bernardo.
En una de las casas de cita de pobrería, la extranjera hacía su agosto. Filas de hombres, negros, blancos, zambos, mulatos, indios, mestizos, esperaban su turno para calmar sus ansias de sexo. Las demás trabajadoras, sentadas en las mesas, veían impotentes a la mujer del embrujo. Se propusieron lincharla. Fue a esa hora que llegó Ernesto. Se tomó un ron cerrero y luego echó una ojeada a las mujeres cesantes. Pronto intuyó que la extranjera estaba en peligro.
Entonces se sentó en una mesa con tres de las mujeres y les dio 10 dólares a cada una, con la condición que pararan el operativo de linchamiento. Pero las demás se dieron cuenta y pronto se acercaron a la mesa por sus 10 dólares. Ante el tumulto, no tuvo otro remedio que ordenarles que hicieran fila. Al amanecer, la fila de los hombres era igual a la de las mujeres. Ellos por ella, y ellas por los 10 dólares para no lincharla a ella. A las cinco de la mañana, la policía deshizo el tumulto que amenazaba con convertirse en desorden público.