Ilustración de Sergio Trujillo Magnenat.
El célebre escritor ecuatoriano nació en Ambato el 13 de abril de 1832 y falleció en París el 17 de enero de 1889, luego de una vida dedicada de lleno a la escritura siempre combativa, defendiendo las causas que postulaban la libertad en todas sus manifestaciones, de ahí su odio irrestricto a las dictaduras y al clericalismo, de los primeros, en atención al gobierno teocrático de García Moreno y al despotismo deslustrado de Ignacio de Ventimilla, de estos dictadorzuelos afirmaba en El Cosmopolita: “Hablo con los tiranos, cualesquiera que sean: no es tirano solamente el que derrama sangre, destierra ciudadanos, impone desmedidas contribuciones sobre los habitantes: es también el que sofoca la palabra, impide y persigue la asociación, condena al aislamiento a los asociados, sumerge el espíritu en un pozo de tinieblas: este, este es el verdadero tirano, el tirano horrible”. Y del clericalismo, se dolía que los pastores del Cristo pobre y humilde se aliaran con los gobernantes para vivir como verdaderos Califas en tierra de menesterosos, del Obispo de Quito, Ignacio Ordóñez, quien prohibió la lectura de la obra montalvina e hizo que se incluyera en el famoso Índex, anota en Mercurial Eclesiástico o libro de las verdades: “No es su parecer; no es más que su ignorancia; lego atrevido y grosero, cae en impiedad, por falta de conocimientos históricos y literarios, y calumnia a los varones ínclitos que están gozando del respeto del género humano a lo largo de los tiempos”
Su posición fue la de un liberal radical, no en el sentido peyorativo del dejar hacer-dejar pasar, sino entramado, y así se vislumbra en toda su obra, en los derechos y las igualdades sociales. Por eso fue un acérrimo defensor de la libertad de imprenta, del pensamiento libre manifiesto en el libro y en el texto, en El Cosmopolita anota: “Cuando el periodismo alce la voz, cuando la imprenta eche de sí rayos que aterren a los tiranos, cuando todos aprendamos a respetarla, adorarla y practicar su culto activamente, entonces diremos que somos libres e ilustrados, mientras no escribimos, somos ignorantes y bruscos hijos de la naturaleza; mientras no nos dejan escribir, somos gañanes clavados al terrón: la libertad mora en la imprenta; la pitonisa fuera de su trípode es una vieja repugnante, sin inspiración ni sabiduría”. Su pensamiento pronto le ganó la enemistad de los gobernantes que no soportaban la fortaleza de la verdad puesta en la pluma del insigne libelista, por ello, como los desplazados de hoy en día, debió salir al ostracismo, allá en Ipiales, su Tebaida, la Ciudad de las Nubes Verdes, epíteto que se ha conservado como enseña de su amor por esa tierra que le dio amigos y cobijo, sustento y espacio para seguir publicando. El primer periódico editado en Ipiales, en 1870, La Querella obedece al ingenio y pluma del ambateño.
Precisamente en Ipiales, se quejaba de la ausencia de libros. en carta a su hermano, le dice: “¡si tenéis corazón, derretíos en lágrimas: estoy sin libros!”, le anotaba con quejumbroso asombro, sin embargo fue aquí donde escribió sus principales obras: Los siete tratados y se dio génesis, con el Buscapié, al libro que despertaría furor en Latinoamérica y Europa, los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes; al respecto, creo que es necesario ser riguroso también en la crítica y no sumarnos al grupo de los áulicos ciegos por lo telúrico, es necesario reconocer que su Tebaida, era un villorrio hace 130 años, en donde la vida bucólica giraba en torno a las creencias sin fundamento y al chismorreo propio de los pueblos pequeños, el cura era el centro de atención de todas las pequeñas villas y su voz era doctrina y ley, de ahí que quizá los únicos libros que circulaban hayan sido los eclesiásticos, cuanto no uno que otro libro en torno a la filosofía tomista y otros más de vida de santos y libros de las horas, algunas pocas novelas trasnochadas de la decadencia del romanticismo francés y uno que otra novela española; de ahí que la queja de Montalvo permita entrever la situación no solamente de Ipiales, sino de la mayoría de pueblos, cuanto no ciudades, de la Latinoamérica de entonces; sabía don Juan que en Colombia se movían ya las modernas corrientes literarias que darían por génesis al modernismo, tal y como lo hace en El Espectador con su artículo sobre La Lira Nueva pero reconocía también la herencia hispánica en el conservadurismo de un Caro y de un Cuervo, admiradores principalmente de los famosos y ya nombrados Capítulos. Ipiales, en este sentido, no era para don Juan sino un pretexto para denunciar el estado de abandono de la educación y la ausencia en su totalidad de políticas públicas por crear centros de estudio que fomentaran la formación integral del ser latinoamericano.
Su nombre pronto fue reconocido en el ámbito internacional, tanto en Europa como en América. En Colombia, como queda dicho, tuvo acogida y fue el escenario en donde pudo departir libremente sus ideas y pensamientos. Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, José Joaquín Ortiz, Jorge Isaacs, Adriano Páez, entre otros, fueron sus lectores y amigos irrestrictos en suelo colombiano. Montalvo es testigo de una época de crisis en la sociedad ecuatoriana y latinoamericana, pero no es testigo mudo de la misma, sino que emite juicios, transidos de subjetividad que abonan en criterio antes que restar validez, ejerciendo el papel de crítico frente al momento y el lugar en que le tocó vivir. Tenía vocación crítica y polémica, fundada en el conocimiento de causa de la política y de la cultura, tanto de América como de Europa, era un sabedor no solamente de la literatura, sino que aboca también estudios sociológicos; pero era también un conocimiento práctico, en el entendido de que vislumbró el mundo no solamente desde los libros, sino desde sus viajes a Europa, inclusive desde su destierro en Ipiales, ahí pudo equiparar la teoría con la práctica para poder emprender una obra crítica sin dogmatismos.
Hay unión entre Cervantes y Montalvo, en el conocimiento de los clásicos, de los cuales hay claras muestras en la lectura de sus obras, además en la adquisición de experiencias en los éxodos queridos o forzados, reconociendo en sus viajes una fuente inagotable de ideas y situaciones, pero por sobre todo de unión en la desgracia y en las penurias económicas en las que debieron adelantar sus obras, hasta en la muerte parecen hermanarse, pues como es por todos sabido, Cervantes no logró ver la suerte de su fama que se cernería en las postrimerías de los tiempos, y desciende al sepulcro dejando como herencia a su familia un sinnúmero de deudas que se subsanarían con el transcurrir de los años en el reconocimiento de la grandeza de sus creaciones, así como Montalvo murió proscrito y pobre en la fría y lejana París, con la sabida y amarga anécdota de unos cuantos claveles que lo acompañaron en su mortaja, él que se había criado en el trópico, donde las flores son el aditamento de todo el año, y hasta donde el más infeliz puede contentarse lanzando una rara catleya al sinsabor de sus amores.
Y así como Cervantes encuentra en el pueblo español, que conoció durante su lastimero cargo de cobrador de rentas, el pretexto para encontrar la psiquis del hombre de su tiempo, pero ya universalizado, como se ha insistido en este ensayo, así como la suma de un lenguaje recreado en la añoranza de glorias pasadas, también Montalvo, como lo reconoce Unamuno, encontró en Ipiales esa posibilidad: “Y cuando visitó España –Montalvo- debió de convencerse, de que era todo lo contrario, de que allá, en los recónditos repliegues de los Andes colombianos se conservaba mejor esa rancia lengua ceremoniosa y algo convencional. ¿Quién sabe si un día iremos allá a desenterrarla, a reconquistarla?” (Unamuno, en Montalvo, 1975, p. 15)
Lastimosamente para nuestra Tierra, Unamuno nos privó de su visita, aunque se equivoca el salamantino en sus pretensiones de reconquista, ignoraba que los americanos conquistamos a Europa no con las armas, sino con nuestra cultura y nuestras creaciones desde el momento mismo en que un europeo pisó nuestros suelos- para nadie es secreto que en esta zona del país existe el uso de arcaísmos que forman parte de nuestra singularidad dentro de la amalgama de esa raza cósmica que denominará Vasconcelos, y con seguridad Montalvo se recreó en la plaza de mercado de este pueblo cuando las misias afanaban a sus guaguas con el vide, el vusted, el amostrar entre otros que supongo todavía recrean a los asombrados transeúntes de nuestra comarca.
Este poema del poeta Florentino Bustos resume en gran parte el pensamiento de este ilustre pensador ecuatoriano:
Fue Juan Montalvo cima efervescente,
genial lo troqueló naturaleza;
nos dio en su lengua con pasión ferviente
en bella prosa, ingénita altiveza…
¡Señor de Ipiales: corazón y mente,
venero, alcázar de sin par nobleza;
fue la voz de la raza, fue vidente
y supremo gestor de su grandeza!
Amó a su patria – su eternal anhelo-
amó a la ciencia con fervor, desvelo;
por eso dice, en su clarín la fama:
¡Como Cervantes vivirá en la historia
y en la mente de un pueblo que lo aclama;
vivirá…, como el Sol, como la gloria!
Puede decirse que a Montalvo le sobraba talento, había estudiado los libros pero también la realidad que le interesaba conocer, su denuncia se funda en la crítica que es eje transversal en toda su obra. A él el mundo le cabía en la cabeza, pero no destila en retórica sino en acción y en denuncia frente a lo que consideró iba en contra del avance de la humanidad, particularmente de la latinoamericana, verdadero desvelo en su obra, y en donde el plano de la realidad se le vuelve casi que obsesión. Montalvo, en fin, es el profeta que se vuelve referente obligado para comprender no solamente la literatura de su época, sino el desarrollo de un pensamiento que funda y refunda permanentemente a Ecuador, a Latinoamérica y al mundo.
1- Mauricio Chaves-Bustos – Escritor
*Juan Montalvo. Ilustración de Sergio Trujillo Magnenat.