Básicamente siguen ahí, y desde la misma retina de la niñez y la juventud, se siguen viendo iguales las faldas del Gualcalá o Dedo de Dios, apuntando al cielo infinito de un azul sin horizonte que se pierde en las lejanías del pasado y del futuro. Siguen los ríos en el mismo cauce, las mismas cascadas que vieron crecer la ternura y teñir de soledad los sueños siguen ahí. Los mismos caminos y las mismas piedras, los lienzos de retazos característicos del sur de Colombia también son los mismos, pero todo es apariencia. En realidad todo es diferente. El viento ya no tiene la misma fuerza de antes y el silencio tiene una luz más verdosa. La niebla madruga menos pero en la tarde ya ha llegado a todas partes y se mete hasta en las cocinas.
La nostalgia que fui a buscar después de muchos años, en algunos casos ha envejecido tanto que parece una vieja cansada e irreconocible, y en otros defitivamnte ha muerto. Ya no están las huellas de aquellos amores campesinos que fueron la puerta de entrada al mundo y las alas de irnos lejos para siempre dejan ver su hosamenta humeante y sólida en las lomas azufradas y los tejados de las casas. Este no es el Chambú que guardé en mis entrañas. Este es un mundo en donde hay que empezar a construir nuevas nostalgias y nuevos recuerdos para evitar que el olvido se apodere de la memoria.
Son los paisajes del pie de monte costero y la altiplanicie del Departamento de Nariño, en el sur de Colombia, geografía y paisajes únicos que me vieron nacer y crecer con la ilusión de que el futuro no fuera esa fuerza arrasadora de la violencia sino el paraíso de paz y tranquilidad que muestran sus montañas y quebradas de su suelo.
Arturo Prado Lima