Por Julio César Goyes Narváez.

El escobillón rojo del colibrí.

No hay manera de celebrar estos cuarenta cañonazos sino bailando, quiero decir, leyendo; la analogía es eficaz y más si es una oferta decembrina, época de la fundación del grupo “Flor de Guanto”. Leer y bailar están en mi línea de fuego y juego. Cómo olvidar el legado de Borges cuando decía que leer es un acto de jolgorio y por tanto no se puede obligar a nadie a ser feliz. Oigo voces en acusmaser decir que la poesía también es una trampa, la flor del guanto, la piedra en el zapato; escribir y leer es la condición feliz de un desafortunado. Puede ser, a los poetas nos gusta escribir en el desastre, como lo aseguró Maurice Blanchot. Convoco un primer cañonazo que explota en el cielo:

Volverás a la soledad del texto

y te inclinarás sin saber qué decir

y ese silencio será tu castigo.

(Luis Ariel Córdoba Tupue)

Y cuando la explosión esté de regreso porque el cielo, aunque nadie lo crea, es una malla que devuelve el lenguaje entre una tempestad con rayos y truenos, con odio y amor, con felicidad, desamparo y unas ganas de fumar en el vacío:

Un siniestro susurro en los oídos de un dios que no existe.

(Luis Ariel Córdoba Tupue)

Lo bailable y escriturable se lee al pie de la letra:

Se necesita cierta cordura para arrumar palabras

y locura para hallar en ellas alguna forma.

(Luis Ariel Córdoba Tupue)

Solo los muertos me han sabido escuchar

ellos responden mis preguntas cuando ya te has ido.

Me enseñan a recitar poemas

y yo les enseño a beber aguardiente adulterado.

(Luis Ariel Córdoba Tupue)

De manera que un texto bailable no necesariamente es feliz, puede estar adulterado y el guayabo un caso clínico. Bailar, quiero decir escribir, puede ser doloroso, triste, una verdadera flor en la voz disruptiva, en el guanto arrítmico. La poesía es un baile que conecta el cuerpo y el alma, parodio al viejo Whiltman, en eso de que “el alma no vale más que el cuerpo” y que “sin amor marchamos amortajados a nuestro propio funeral, que tu o yo, sin tener un centavo, podemos adquirir lo mejor de este mundo”.

El vaivén de la “la palabra esencial”, insisto a la manera de Hugo Mujica vía Heidegger, nombra el poetizar como lo sagrado, pero no como llegada sino como camino, como senda carnavalesca, mejor dicho; poetizar es una búsqueda donde el esfuerzo mayor está en escuchar al habla hablar del habla; en mis términos: bailar con la poesía en el poema. La poesía hoy se expande entre la pesadez del futuro y esa melancolía del pasado que ya nadie quiere recordar. Los contrarios ya no se funden en la metáfora en flor, hoy menguados por el guanto se abisman y las sensaciones desbordan, pues lo tribal es –recordemos a Wallace Stevens­–, una resistencia excitante a la inteligencia. Lo que tenemos son cuarenta cañonazos de un pensar y sentir de la existencia del allí y aquí en situaciones concretas, con cuerpos atravesados por lo real del sexo, la violencia y la muerte. Desenfundo otro cañonazo, no olvidemos que seguimos en una sociedad bélica que no entiende el desagravio, ni la inclusión, menos la justicia social, y que se aferra a los mitos de baja intensidad que transitan como mercancías por los medios de comunicación, las redes y las pantallas.

Hay que arrastrarse en otro barro

crecer en otra parte

en una carne nueva

fuera de esta enferma

(Maleja Jaramillo)

Hay bailes en los que vale la pena dejarse morir entre brazos furtivos, susurros que no acaban, como canta Joaquín Sabina: “Y nos dieron las diez y las once / Las doce y la una y las dos y las tres / Y desnudos al anochecer nos encontró la luna.” Un dejarse estar, porque “qué pesado debe ser arrastrar conmigo”, anota Maleja Jaramillo.

Esta tendencia

a la dejadez a la inercia

al esplendor y la viveza

a la brevedad

al poco a poco

(Maleja Jaramillo)

El oxímoron es un carnaval. Los contrarios se juntan, no se diluyen. Un doble pensar, algo así como me quedo pero me voy. Así gritaba en la sordidez de su sociedad Dylan Thomas: “ando solo en una multitud de amores”. Insisto, bailar es poetizar, jolgorio y abatimiento. Aquí este fogonazo:

A falta de nalgas les traigo un poema

cortante al cuello

una navaja

la alegría de esta tristeza.

(Maleja Jaramillo)

Estos son textos que caen al camino, no esperan llegar, y esto porque estos autores reunidos en tan singular antología son jóvenes, aunque digan que se sienten viejos en una sociedad enferma. Que no se vea el lugar donde la flecha cae (me acordé de un dibujo del poeta Ramón López en la contraportada del segundo número de la revista de poesía Huaca que hacíamos juntos), no es únicamente por que hay juventud sino porque habita esa cruda visión del mundo que señala que estamos muriendo desde que nacimos, que estamos yéndonos cada segundo, que el mundo podría acabarse como en Melancolía (2011) de Lars von Trier. No se piense en el fatalismo, no; esto es más bien vitalista, nos recuerda la urgencia de actuar aún en lo abisal. Era Hölderlin que escribía que “quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo”, después hablaba solo en la habitación que le dio el carpintero Zimmer en Tübinguen.

Veré también pájaros en mis manos

soy madre de pájaros podridos

nidos de agua sangre

cosa para curar todas las noches

(Maleja Jaramillo)

El condenado Prometeo retorna, su osadía por pasarle el fuego a los humanos desagradecidos la pagó afrontando el castigo de los dioses, un águila comía sus entrañas durante el día y en la noche se regeneraban. La noche, el baile y la poesía curan los moretones del alma, me acordé del Quijote cuando se agarró con los molinos de viento, el pobre era también del grupo “flor de guanto”, vio gigantes en vez de astas para moler trigo. Maleja Jaramillo sentencia: “Para salvarme / Habré́ que inventar un mundo en el que la poesía no exista”. Qué atrevimiento o qué inocencia. La poesía es la invención primaria así que este verso es una tautología, no se puede inventar la invención. No obstante, para salvarnos quizá haya que repetir este verso hasta que aflore el guanto del sin sentido. No importa, seguiremos naciendo en la época equivocada, porque el mundo no está hecho para nosotros, no hay felicidad, aunque sí el baile de la poesía en el poema. Moraleja: hay que aprender a bailar como se pueda. Solo los vanidosos creen que la tierra gira a su acomodo y aseguran que hay eternidad en los espejos. De seguro hay que releer a Sabines: “esto es urgente porque la eternidad se nos acaba”. Estamos de paso; el mundo, este mundo, nunca será nuestro. Por eso hay un ir y venir, “El constante aquí y allá”, porque “he conseguido estar en el limbo” (Maleja Jaramillo). El deíctico del ritmo: ahora estoy aquí, pero enseguida estoy allá y volveré porque la pareja está prendida. Sumémosle a esto la sentencia de Luis Ariel Córdoba: “Hoy ya no soy yo / Aunque me perezca mucho al de ayer.”

Entonces ¿qué queda?: leer-bailar-escribir; pero, no se olvide que se baila con todo el cuerpo, con todos los sentidos, no importa el tema, el ritmo del otro y tampoco la conquista. Es así como surge el reciclaje como poética, una especie de todos somos basura menos tú que usas la existencia recién salida del supermercado. ¿Y qué tal si reciclamos, hibridamos, reutilizamos, nos anudamos y restregamos nuestras miserias hasta el orgasmo?, ¿qué tal si nos vamos en zigzag por las calles de Ipiales, costumbre rayada para muchos, fuente de sensibilidad para otros. De cualquier forma, es una ciudad con nubes imaginadas, tan despojadas y miserables como irónicas, así nos lo hacen saber los siguientes cañonazos:

Porque amo caminar por las calles con los marginales,

los que nadie quiere, los que les han quitado el nombre,

los que se pasean como zombies

y salen a cazar amores furtivos en las noches

entre el mismo género

y se pelean con dios alegando ser los mejores amigos del diablo.

(Miguel Andrés Rosero “Chispas”)

Te masturbas en tu habitación pensando en la chica que viste en Instagram

mientras piensas en el poema que podrías dedicarle

si algún día consigues invitarla a tomar una cerveza

(Miguel Andrés Rosero “Chispas”)

Leer-escribir, entonces, es bailar a la deriva, quiero decir a destiempo y arrítmicamente; sin embargo, la entropía permite que sea otra forma de moverse y dejarse estar; así es la poesía, su percusión, sus vientos, su piano interno, esa voz enigmática; una orquesta maravillosa que danza en un carnaval de silencios, que testimonia y reclama, pero haciendo silencio mientras se respira para que el otro coincida en lo esencial, aunque a veces es mejor bailar sin compañía, a solas con el lenguaje y el universo que nombra. Qué ganas de encender el frío, así el poeta dibuja esas ganas:

a mí me gusta cantarte al oído poemas a medias que conozco

y hablarte en francés Madeimoselle,

mientras la lluvia cobija nuestros nombres

(Miguel Andrés Rosero “Chispas”)

Y la confesión es irresistible, por lo mismo que opera el poema como una radiografía, una tensión que lleva la anécdota hasta convertirla en sentencia, denuncia, deseo para iniciados, pues quizá son muchos los llamados a la fiesta, pero pocos los que resisten los ritmos sorpresivos, las cadencias inauditas. Esta es la razón por la cual el poeta clama perdón, pero no a quien lee, sino a los propios poemas. Es un perdón sarcástico y acongojado; una poética del léaseme así:

Perdónenme hijos míos porque no son bellos ni estéticos

porque parí poemas enfermos, cojos y malsanos

seres monstruosos sin plumas y sin patas

pero que saben bailar en la noche

cuando la gente no los ve.

(Miguel Andrés Rosero “Chispas”)

Para estos poetas la poesía es performática: predican la fiesta y la organizan. Hacen transitar la experiencia por el poema de manera disruptiva, asociativa, pulsional; buscan la imagen que sostenga su cotidianidad, la crítica social, la emoción, la autocrítica, el desprendimiento o el imaginario cultural; escriben pegados a lo real con sutiles taponamientos o con decididos nombramientos autobiográficos, familiares, citadinos; son textos arrancados a la lengua, fragmentados y reiterativos como una conversación de esquina de barrio, donde los cuerpos son avatares nocturnos envueltos en un tiempo-espacio detenido, una especie de collar de pasados y presentes sin futuro. No es que desechen el porvenir, es solo que no importa tanto, porque la poesía llama desde algún lugar.

La poesía llama,

su fulgor en el subconsciente clama,

en sus ojos que son la única verdad que basta,

en este dolor que nunca calma.

(Cristhian Camille Constain)

 Ante los transeúntes parroquianos, el poeta lee al pie de la letra, excede su mirada, presiente su escritura y controla su lenguaje para hacerlo chocar con la sensibilidad cristalizada; entonces se reta a sí mismo y expande un desacomodo como baile desacostumbrado, no importa si el tema parece cotidiano y repetitivo, sabido es que no todos lo pueden decir;  al fin y al cabo se trata del amor, el sexo, la embriaguez, la hipocresía, la culpa. Les preocupa cubrir todo, su inconsciente les dice que pueden:

Mientras tanto aquí aguardo en el callejón para que convierta en luz lo que dejó en miseria.

(Cristhian Camille Constain)

 Porque al escribir estas palabras grita el silencio,

de las entrañas ensangrentadas y estas manos sanguinolentas que recogen las sobras de lo que era.

El dolor es de todos

(Cristhian Camille Constain)

El yo del lenguaje dispone su sentencia por todo y por todos.  El poeta es un ser social e histórico ­­–qué duda cabe–; no obstante, también se debe a sí mismo, dado que tiene una individualidad que lo anuda a la diferencia; de allí su lucha a cañonazos contra la alienación, por eso hacer poesía es urgente como escuchar a Héctor Lavoe, pues “todo tiene su final, nada dura para siempre”.

Por todos los que la siguen intentando

Porque tenemos la libertad para decidir y hacerlo

por nuestros antepasados que no se la gozaron

porque esta vida que es una sola y merece ser zollada

porque todo tiene su final y nada dura para siempre.

(Cristhian Camille Constain)

Este libro se trata de bailes propios y cañonazos creativos, más que versos libres hay poemas libres; solidaridad que –dejó dicho José Bergamín– “solo es posible entre solitarios”. La referencia bélica es porque los cañonazos son las defensas del fuerte ante los piratas; lo interesante es que ellos son los piratas. El humor negro los recorre. Imagino los cuarenta cañonazos como una invitación decembrina no convencional, sin pesebre ni regalos, en cambio si hay niños y goce, porque “Los poetas son unos niños / que juegan a armar pedacitos de su corazón / con sus amigos imaginarios, / salen a bailar en las noches solos / y se arrastran en los parques de diversiones con los perros.” (Miguel Andrés Rosero).

Esta lectura vuelta escritura me dice que tienen conciencia de la poesía que los invade y en la que están bailando hace rato. Son multiversos, pero se chuman juntos. Buscan un temple, un estado de ánimo, una experiencia subjetiva. Se reúnen para atizar el vértigo, compartir la pasión por lo mundano y reconocer la amistad, sin duda, a esto se deben estas palabras.