JULIO CÉSAR CHAMORRO ROSERO, ipialeño, poeta, escritor, novelista, historiador. Ha publicado numerosos libros de poesía, novela, cuento, ensayos, historia. La Balada de Antonia es su más reciente novela luego de El Día de mi Desgracia, Las Mujeres que Amé y Ropa Sucia. Ha recibido varios reconocimientos a nivel nacional e internacional. Es director de la Casa de Montalvo, núcleo de Ipiales; miembro correspondiente extranjero de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, socio fundador de la Casa de la Cultura de Ipiales, ha sido invitado a certámenes a nivel nacional e internacional.
LA BALADA DE ANTONIA: LA REALIDAD DE UNA FICCIÓN O LA FICCIÓN DE UNA REALIDAD
Arturo Prado Lima
“La Balada de Antonia” es una novela de postales rurales continuas, episodios históricos de la frontera común entre Ecuador y Colombia, intrigas domésticas, regionales e internacionales escritas con una combinación de colores ocres y brillantes y la mezcla costumbrista de lenguajes autóctonos sin dejar de ser moderno, adaptado, en todo caso, a las circuntancias narradas.
Ipiales, por el papel fronterizo que ha jugado en la historia, es una fuente portentosa de literatura de cuya corriente constante, sobre todo de la subterránea, se alimentan los artistas locales y foráneos que tienen la oportunidad de conocer su rico pasado e influencia en las sociedades que la han poblado desde siempre.
No conozco personalmente a Julio César Chamorro Rosero. He leído parte de su obra poética y por ella sé que su escritura es fina y ardua, y que hace de la realidad una ficción y de la ficción una realidad sin dejar de adentrase en esas otras realidades paralelas que muchos no vemos y que constituyen la materia prima para cualquier poeta, escritor o artista. Agregémosle el conocimiento histórico del sur de Colombia, la experiencia imaginativa y la interpretación correcta de nuestro autor para saber que quien se adentre en los laberintos de esta novela notará inmeditamente el afán de transformar a través de la creación literaria.
La Balada de Antonia es, entonces, la historia de un excónsul, un cónsul, un hacendado, un mayordomo, un comerciante, unos cuantos peones que conviven con los personajes históricos más importantes de nuestro devenir republicano y con ellos reproducen un sistema político y social que en lo fundamental se mantiene hasta nuestros días: corrupción, melodrama, intrigas, traiciones y amores legítimos y de contrabando, como las mismas mercancías. Todo este trapicheo tiene lugar, incluso las decisiones de gobierno más importantes, (“No hay mejor sede consular que la casa del mismo cónsul, carajo! ¡Y mi firma es la misma aquí que allá”) entre la siesta y una taza de café en casa, alrededor de una mesa de cafetería, jugando a las cartas y apostando el patrimonio propio y la vida de los demás sin que medie un mínimo de coherencia. Y cuando (como ahora), las cosas no salían bien, se la pasaba “Según decía doña Ellita, que lo amaba con la reposada pasión de las matronas de comienzos del siglo veinte, parecía diablo en botella o volador de pólvora sin palo por las vueltas incesantes que daba al corredor y a la huerta de la casa sin saber qué más hacer”.
Son estas personas las que nos recuerdan las mínimas normas de urbanidad: “No es cortés hablar con la boca llena”, Y nos ponen de entrada una estampa de gustos y costumbres que hasta hoy son cotidianas formas de convivencia: “Sirvió el chocolate acompañado con paspas que ella misma había horneado, junto a unos buenos trozos de queso campesino y a una taza de mantequilla batida con las cantinas de leche que les llegaban diariamente de la finca de La Taya”.
Julio César Chamorro nos recuerda en su novela que las prácticas inocentemente delincuenciales tienen un origen hondo: “¡Ahí va el arrodillado del gobierno, lambón de siete suelas que todo avisa a esos rojos miserables que pronto han de caer vueltos mierda! ¡Viva Jijón y Caamaño! ¡Viva Lasso y el gran partido conservador!” y sin embargo aquel arrodillado y el mismo que impartía las bendiciones tenían(como ahora), la convicción de que: “Ipiales se había caracterizado, desde cuando residió en su suelo el proscrito don Juan Montalvo, por ser un pueblo respetuoso de sus autoridades y sus ilustres moradores extranjeros”.
En la medida en que vamos avanzando en la lectura de La balada de Antonia, y entre más nos metemos en las ranuras de la historia y de nuestro pasado, más nos acercamos a la realidad de este año 2022: “Tobías Rangel anotó que la historia de todos los países era similar en cuanto a las guerras partidistas para hacerse con el poder porque el fanatismo parcializaba la dirigencia, separaba las familias, destruía las amistades, anegaba de sangre los campos, dejaba en la orfandad a muchos niños y viudas desesperadas, saqueaba las fortunas de los perdedores de turno a quienes se les confiscaban los bienes a rajatabla y desdibujaba la unidad nacional que impedía un progreso cierto y concertado”.
Ni más ni menos. Julio César no solo convive con sus personajes, sino que se sumerge en sus sueños para rescatar aquellas emociones que los caracteriza, sin intentar administrarlas, sino mirarlas, desde fuera, una vez despojadas de sus vestiduras. Es el papel de la novela. Es lo que da pie a una obra de arte. Es lo que esperaba yo del autor ipialeño: meterme en esos lugares desconocidos de Antonia, pues sólo de esta manera, y por encima de toda una forma de ordenamiento social, sentir lo que ella siente: “Danilo Derecho rehusó a la invitación a la cantina para el juego de siempre y se dirigió hacia el Chorro Chico pensando en el amor de Antonia, en la dulcedumbre de la mujer que osaba arriesgar su vida a manos de Sereno para demostrarle una infinita ternura que jamás nadie le había hecho sentir”.
Y el machismo de hoy, para variar: “¡Subamos la apuesta grandísimo vergajo y si pierdo hasta le encimo a la huera de mi mujer que no me sirve para nada y en cambio a usted le puede servir para que le cocine y le lave la ropa!”. Fenómenos reproducidos a través de la tradición oral, la costumbre como ley, el “favorcito” como Derecho. Y entre todo esto un Simón Bolivar, un general Sucre, un general Rosas, un Agustín Agualongo, una Antonia, Ella o Ellita, todos y todas revueltos con enanos, payasos de circo, maremoros de carpa y de la hisotria, todos de pueblo, sirvientes de sí mismos, godos y liberales, creyentes y ateos, poetas y antipoetas, campesinos e indígenas, ricos y pobres haciendo el sancocho de la vida y que sin embargo nuestro escritor sabe separar y distinguir para darle lógica a la historia, a la vida y al arte de narrar.
Si es así, entonces no se podía dejar atrás la simulación que los desherados pretendían frente a sus opresores, pues de cara a la ostentación del poder y su lejana posibilidad de ecceder a él, las ilusiones florecían sin límite: “Si bien los aristocráticos quiteños pretendían deslumbrar al general con sus modales y vestidos europeizados, también el pueblo raso estaba dispuesto a lucir sus mejores ponchos, sus sombreros nuevos, sus alpargates blancos de lana y cáñamo, como también los pantalones de mangas cortas bien lavados”.
Esta es una novela de mujeres vencedoras y abandonadas como (Antonia Josefina Obando y Murillo), de minifundios y latifundios de la razón, de conflictos en todas las direcciones y en todos los tonos y fondos. Es una novela del Ipiales de ayer, de hoy y también del mañana, pues concocer la historia de la mano de Julio César nos incitará a no repetirla. Quien ingrese a sus primeras páginas se dará cuenta de que ésta no es una novela más. Es, con toda convicción, una novela que contiene en su interior una de las mejores colecciones de estampas costumbristas modernas de la región natural y literaria que nos ocupa. Es una novela que hay que leer. Sobre todo porque trae grandes enseñanzas. Una de ellas, por ejemplo, la que a mí me deja, es que no todas las costumbres son parte de la tradición que hay que salvar. Hay algunas de ellas que no deberían a día de hoy ser parte del “rescate cultural” que algunos enarbolan sin distinción alguna. Me gusta el dinamismo, el fondo, la forma, y eso que simplemente me he limitado a recordar los pasajes del libro. Aquí les dejo uno de los mejores capítulos de la novela. Buena lectura.
CAPÍTULO DE LA NOVELA LA BALADA DE ANTONIA DE JULIO CÉSAR CHAMORRO ROSERO
Después de la batalla de Carabobo el libertador Simón Bolívar inició la Campaña del Sur para franquear la ruta entre Pasto y Quito en planes de conquista y, mientras envió al General Antonio José de Sucre hacia Guayaquil por mar, él emprendió marcha desde Popayán hasta el Camino de los Ingenios pasando por las poblaciones de Chagüarbamba, Mombuco, Sandoná, Consacá, Bomboná y Yacuanquer, donde los realistas al mando del coronel Basilio García se atrincheraron en el cañón del río Cariaco para darle combate.
El 7 de abril del año del Señor de 1822 las fuerzas enemigas se encontraron en las breñas de Bomboná y los batallones Bogotá, Vargas y escuadrones de Guías comandados por el General Pedro León Torres descendieron hasta el río Cariaco para dar guerra a los españoles que en corto tiempo, por estar mejor ubicados, los recibieron con fuego de metralla y de cañones diezmándolos de notoria manera.
El libertador Bolívar, ante la tragedia, atacó con el Batallón Vencedores que fue reducido brevemente y al comprobar que había perdido la mitad de sus combatientes esperó hasta el día siguiente para ser retado por los realistas a atacar, previa la devolución de la bandera del batallón Bogotá que había sido tomada el día anterior.
El ejército patriota, por orden del General Bolívar, ante el resultado del combate regresó hasta el Trapiche del Cauca y cuando cundió la noticia de la derrota sufrida por Melchor Aymerich en la batalla de Pichincha del 24 de mayo reanudó la marcha para reencontrarse con Basilio García que capituló el 8 de junio de 1822 al entrar el ejército independentista a Pasto, ocasionando la huida de Benito Boves hacia las montañas del sur y garantizando el libre tránsito de las fuerzas libertadoras a Quito, hacia donde decidió seguir el Libertador.
Josefina Obando
Por la avanzada enviada por el mismo General Don Simón Bolívar se supo que su interés era llegar a Quito en el menor tiempo posible y que su tránsito lo haría por Túquerres y Cumbal. Sin embargo, en cuanto se aproximó a las cercanías de ese poblado, creyó conveniente variar la ruta para no dar lugar a encuentros inesperados con las guerrillas dispersas que había dejado Agustín Agualongo que se
encontraba en Quito como combatiente en Pichincha, y ordenó ascender a Las Collas para luego tomar hacia mano izquierda con rumbo a Pupiales.
Sabedores los ipialeños, caracterizados adeptos a la causa republicana, de la gran noticia de la llegada de Simón Bolívar, comenzaron los preparativos para rendir tributo al prohombre de la libertad. Se recibieron aportes en metálico, joyas y ganado para comida de la tropa, engalanaron las calles polvorientas y un júbilo inaudito invadió el pueblo ante la hosca mirada de algunos espías que Eusebio Mejía había destacado desde Tulcán para determinar qué personas lideraban la bienvenida del enemigo y así poder cobrarles cuentas más tarde por su osadía.
La hija de don Nicolás Obando del Castillo, hombre de pro y apasionado por la independencia, era una mujer de mediana estatura, esbelta, hermosa, de larga cabellera negra, contagiosa sonrisa, facciones finas y amable trato, que había sido bautizada como Antonia Josefina Obando y Murillo.
Al saber por su padre de la llegada del general, Antonia Josefina convocó a las jóvenes del lugar para formar el séquito del recibimiento con suma galantería. Pero como los habitantes del pequeño poblado que habían sido frecuentemente amenazados por los esbirros del temible y sanguinario Eusebio Mejía, a quien apodaban Calzón, vecino de Tulcán y militante de las guerrillas del pastuso Agustín Agualongo, temiendo por sus vidas se negaron a tomar la palabra en la recepción, le propusieron que fuera ella quien dijera el discurso de bienvenida y ciñera con una corona de flores la testa magnífica del que a la postre sería el libertador de cinco naciones.
Previo el consentimiento de sus padres Antonia Josefina aceptó con gusto el encargo, se preparó con frases de elevado sentimiento, hizo acopio de su valentía juvenil y esperó con ansia infinita la presencia del hombre que iba a homenajear pidiendo que en ocasión tan importante la vistieran a manera de ninfa para destacar entre las demás concurrentes a la bienvenida.
El caraqueño llegó al poblado de Pupiales donde saludó a los principales señores y se encaminó hacia Ipiales que desde la altura se avizoraba cubierto por una bruma espesa. Atravesando trochas atinó a llegar al punto Laguna de Vaca, de ahí pasó a Las Cruces y Los Chilcos acercándose a Ipiales por la pendiente de El Voladero, desde donde miró al otro lado del lago a un buen número de patriotas que lo vitoreaban a más no poder llamándolo el bonitico, como solían referirse a Dios. Una canoa remada por dos hombres fuertes se acercó a él y subiéndose a ella sin tomar asiento ordenó al resto de la tropa que escogiera otro camino con los caballos para llegar a la plaza principal.
Cuando Antonia Josefina, presa del nerviosismo, se acercó a él con su vestido de Ninfa para ceñirle la cabeza con la corona de flores, sintió una especie de desilusión porque esperaba encontrar a un hombre corpulento, alto, ágil y rudo, en vez del prócer cansado, con los ojos hundidos, el cuerpo delgado y el rostro macilento que le sonrió mientras la miraba con destellos de codicia deslumbrado por su belleza. Saludó levantando la mano a los presentes y paso a paso comenzó a trepar por la cuesta empinada que conducía al centro de la población.
Casi en la cima de la pendiente estaba ubicada la pequeña capilla de La Virgen de la Escala y al pasar frente a ella regresó a mirar a Antonia Josefina sintiendo una especie de escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, mientras la Ninfa, como la llamó desde el primer momento, disipó el mal rato con su sonrisa franca y abierta. Las demás muchachas del poblado marchaban delante de él arrojando pétalos de flores frescas a su paso y los vítores no cesaron hasta cuando llegaron al centro de la plaza principal.
Don Nicolás Obando del Castillo y los principales del lugar se colocaron como pudieron junto al prócer procurando dejar a Antonia Josefina a su lado, quien con voz tenue y luego enardecida pronunció un discurso en defensa de la libertad enalteciendo el coraje de Simón Bolívar que como regalo del cielo visitaba a Ipiales para señalarle el camino de la emancipación de España y que inscribía en letras de oro
en el libro de la historia ese 12 de junio de 1822 como un día de gloria para las presentes y futuras generaciones.
El libertador don Simón Bolívar expresó su admiración por la fluidez inteligente de la muchacha asegurando que la causa de la libertad estaba bien quista y fortunosa por el apego de la juventud hacia su legitimidad. Con suaves palabras anunció que al día siguiente estaría en Tulcán sin temor a los posibles hostigamientos de alias Calzón, para luego seguir a Quito a su encuentro con el General Antonio José de Sucre que en franca lid había derrotado a las huestes de Melchor Aymerich en las faldas del Pichincha asegurando la liberación del Ecuador del yugo español.
Terminados los flamantes discursos de bienvenida y correspondencia, después de la bendición del cura del lugar, el libertador hizo saber que estaba cansado por los fragores de la batalla de Cariaco, por el retroceso a las nubladas estribaciones del Cauca y por el pesado viaje de regreso con rumbo a Quito para celebrar la victoria de Sucre.
Llamó al amanuense para que acordara con alguna matrona del lugar un baño de asiento para calmar las almorranas gigantes que le producía la cabalgata y prometió estar presente en el baile de honor que los habitantes con tanto cariño pretendían ofrecerle esa noche.
Antonia Josefina se dispuso a acompañarlo hasta la casa de la matrona experta en baños de asiento y, tomada del brazo que Bolívar le ofreció con descarada galantería, sintió que flotaba en las nubes de la dicha porque en la faz de la tierra no podía caber más orgullo que el suyo al caminar junto al comandante en jefe de los ejércitos patriotas que era admirado en todos los pueblos por donde pasaba y temido por quienes pretendían mantenerlos aherrojados a la corona.
La matrona pidió a Bolívar que se desnudara para sentarlo en una batea humeante de manzanilla, yerbamora y algunas otras ramas, pero él se rehusó a hacerlo en presencia de Antonia Josefina pese a que ganas no le faltaban.
-Tranquilo mi general -le dijo entonces ella-, que bien comprendo las secuelas que deja la guerra y el constante cabalgar. Con voltear mis ojos hacia la pared tengo a bien su voluntad de esquivar mi presencia, pero dejarlo no lo dejo porque en cualquier momento me puede necesitar.
Mostrando una resignación que no sentía dejó que el edecán le sacara las botas largas que usaba, que lo despojara de la casaca militar, del pantalón de montar y del calzón largo que oficiaba como interior hasta dejarlo en cueros, expuestas al aire las nalgas callosas y flacas de las que se quejaba que le dolían debido al trajín y al bamboleo de las interminables cabalgatas.
Permaneció por un buen rato sentado en el agua curativa mientras Antonia Josefina, vuelta hacia la pared de la alcoba, trataba inútilmente de ocultar la risa y el deseo de voltearse para no ofender la vista ni incomodar la curación.
Cuando se lo indicó, el edecán lo cubrió con una toalla previamente abrigada y lo ayudó a sentarse en la cama que se había dispuesto para su descanso. Solícitamente la matrona se ofreció a secarle la piel y fue entonces cuando advirtió los callos gigantescos adheridos a las nalgas y la entrepierna.
-¡Por Dios!, señor don libertador -dijo casi gritando-, cómo puede estar con esas callosidades sin sentir dolor; lo que usted necesita es un buen paño de unturas fuertes que si bien no lo van a curar por lo menos lo aliviarán.
Bolívar le sonrió conmiserado de su propio estado, agradeció el gesto moviendo la cabeza en sentido afirmativo y regresando a mirar a Antonia Josefina susurró:
-Sí, pero siempre y cuando esas unturas milagrosas me las coloque mediante masaje esta bella patriota en la seguridad que van a curarme.
Sonrojada por el pedido la joven soltó la ráfaga de su risa fresca, mandó a la matrona a traer los ungüentos preparados con raíces selváticas que ya desde esos tiempos traían a vender al mercado popular los indígenas ecuatorianos desde el oriente, se arremangó las mangas de la blusa y sintió ternura por aquél hombre que ya recostado boca abajo se mostraba indefenso y profundamente triste.
Sus blancas manos recorrieron la espalda y el trasero del general esparciendo la pomada con movimientos suaves, a ratos bruscos y temerosos de causar dolor, por instantes inocentemente sugestivos, y solamente cuando le escuchó un profundo ronquido vino a notar que se había quedado dormido. Entonces, como si fuera su cuidandera oficial, en puntillas pidió salir junto a ella a la matrona y al edecán que se negó diciendo:
-A mi general no se lo puede dejar solo, vayan tranquilas vuestras mercedes que yo le cuido el sueño.
Ya en horas vespertinas despertó más reanimado el general Bolívar y fue vestido con el traje militar de gala de color azul y apliques de oro con el que solía atender las galantes fiestas que se le ofrecían en los poblados que visitaba.
El escritor ipialeño Julio César Chamorro Rosero
Pensó que había sido un acierto tomar la ruta de las Collas a Pupiales e Ipiales antes que la más expedita de Cumbal para caer por Chiles a Tufiño y a Tulcán, y con sentido de urgencia ordenó al edecán acudir a la casa paterna de doña Antonia Josefina Obando a pedirle encarecidamente que no cambiara el traje de Ninfa que traía puesto por ningún otro para la fiesta de esa noche.
Ella, después de dejarlo durmiendo, llegó a su casa plena de encanto, con emotiva felicidad y con una sensación de admiración incomparable hacia la figura procera del general que no le hacía comprender cómo podía caber tanta gloria en un cuerpo tan minúsculo y maltratado por los tráfagos de la guerra.
Contó a don Nicolás y a su madre los pormenores del baño de asiento ocultando aquello de los masajes para no herir la severa
moralidad a toda prueba conque había sido criada y se disponía a vestirse con pomposa elegancia cuando le llegó la razón del libertador.
-A pesar que lo oculta muy bien está enfermo y agotado -dijo a don Nicolás-, es menester cuidarlo permanentemente para que no lo desmanden ni el insomnio ni el cansancio, porque ¡válgame Dios! que el precio que paga por la libertad de nuestros pueblos es supremamente alto para su salud.
Hija mía -asintió don Nicolás-, ese es el destino de los grandes hombres que no reparan en sí sino en los caros intereses de los demás. Algún día la historia lo honrará en toda la estatura de su grandeza patriota.