Arturo Prado Lima / Luz Bibiana Pineda

En el Cerro de las Siete Tetas, en el distrito de Vallecas, de Madrid, María Eugenia nos comentó que cuando vio a su hija Erika Antequera, dándole la mano al rey Felipe VI, sintió que su generación había cumplido con su papel histórico: de la mano de esa generación gloriosa la juventud tomaba el relevo de sus luchas. Nos reunimos en ese simbólico parque popular para recordar a Carmen Lidia Cáceres, otra combatiente de la generación que nació para liberar a Colombia del yugo opresor de las oligarquías criminales de siempre. Ella murió víctima de un cáncer en la ciudad de Valencia, España, hace un mes.

Tanto Carmen Lidia como María Eugenia, fueron las esposas de dos grandes hombres de este ejército de libertadores: José Antequera, abaleado en el aeropuerto el Dorado de Bogotá el 3 de marzo de 1989 junto al precandidato liberal a la presidencia Ernesto Samper Pizano, con el resultado de muerte, y Álvaro Fayad, asesinado junto a María Cristina Marta, esposa del compositor nariñense Raúl Rosero, también en Bogotá.

       

El encuentro entre Erika y el Rey se dio a raíz de la visita del presidente de Colombia Gustavo Petro, y la invitación de éste a una cena de gala en honor de todas y todos los colombianos residentes en esta parte de Europa. Por primera vez las víctimas del conflicto armado colombiano, y no los victimarios, eran recibidas con honores, cuyos representantes: trabajadores, migrantes, poetas y comerciantes dieron fe de que en nuestro país habrá un relevo generacional que tomará las banderas de estos dos hombres asesinados y sus compañeras que después de quedar sin sus camaradas siguieron la lucha por la justicia y la paz de Colombia.

No fueron pocos aquellos que se quedaron en el camino y no pudieron saborear el triunfo de varias generaciones maltratadas y esclavizadas representadas en Gustavo Petro. Carmen Lidia tuvo la suerte de celebrarlo en un bar de Vallecas junto a compañeros tan queridos de ella como Iván Forero Robayo,  su esposa Mercedes y la periodista Bibiana Pineda. Con un llanto silencioso y la convicción plena de que la lucha de su marido no fue en vano, Carmen Lidia supo que era hora de darse un descanso y quedarse a vivir para siempre en Valencia. Fue allí donde la sorprendió un cáncer mortal que ella nunca supo que lo tenía sino hasta unas cuantas horas antes de su muerte. Numerosos exámenes, diagnósticos médicos y radiografías no detectaron nada aunque tenía ya una metástasis sin remedio.

                                 

Los asistentes a este encuentro con la memoria de Carmen Lidia recordamos tiempos, anécdotas, gustos y hasta graciosas escenas de su diario vivir en solidaridad y afecto con las personas que la rodeaban. Nubia Elena recuperaba sus recuerdos maternales de sus hijas en Francia y las niñas de otras madres que habían estado a su lado; Erika su aparente dureza debajo de la cual albergaba una ternura excepcional; Bibiana sus recetas de cocina; Mercedes su rutina solidaria; Iván su nobleza a flor de piel; Ana María Ávila su relato de los últimos días bajo su sombra; Paola Galarza y su hija Tifany sus anécdotas como aventura y desasosiego, Katerin y Norah, aquellas jovencitas con recuerdos húmedos aún en sus ojos, Aubigne Cartagena, integrante de la Primera Línea, junto a su esposa, que confesaba su admiración sin reserva, Franc Pérez que la admiraba tanto, y Orlando, y la gente cuyo nombre no recuerdo, hicieron de aquella velada una fiesta de la nostalgia y el encuentro con la memoria de nuestra historia.

Yo la rememoro en nuestro último encuentro, cuatro meses atrás, en un restaurante de Alcorcón, Madrid, donde planeamos la escritura de un libro sobre la vida y sueños de Álvaro Fayad, una historia pendiente y un testimonio que le falta a la memoria de Colombia. Acordamos que cuando terminara la remodelación de su casa, en un pueblito valenciano, yo iría hasta allí para que me contara y me enseñara los documentos que sobre él poseía. Lo haríamos también por medio de videoconferencias. Estaba emocionada por esa perspectiva. Estaba segura de que la memoria de las víctimas de la guerra era una herramienta poderosa para la reconciliación nacional. Tan segura que ya lo había empezado a hacer con “Voces del Exilio”, un libro donde recogió el testimonio de hombres y mujeres obligadas a irse de Colombia como única alternativa para salvar sus vidas. En ese libro, no introdujo su propio testimonio, y el de su marido, el legendario comandante del M-19, Álvaro Fayad. De ahí la necesidad que ella sentía porque, sobre todo la juventud, conociera esas páginas de dolor y sueño.

Pensaba Carmen Lidia que este es el momento. El triunfo de Gustavo Petro y con la derecha rearmando sus tácticas y estrategias de guerra para retomar el poder, el empoderamiento de la juventud, de los artistas, y, claro, la guía de la experiencia patriótica de los veteranos, era la única garantía de la continuidad de la lucha por la libertad colombiana. Y María Eugenia de Antequera, amiga y compañera de utopías de Carmen Lidia, lo sintió así en el momento del saludo entre el rey y su hija: era el traspaso de la rebeldía de una generación a la otra ante los ojos del mundo. En la reunión en el Cerro de las Siete Tetas lo expresó con lágrimas en sus ojos. “José Antequera, su padre”, dijo, “estaría feliz de ver esa escena”.

        

Fueron muchas las personas que querían asistir a esta convocatoria, y al no poder hacerlo presencialmente, enviaron su testimonio de admiración en un audio que todos escuchamos. Gustavo Guzmán, no pudo treparse a la teta del cerro donde estábamos, pues estaba delicado de salud y debía volverse a casa. Es uno de los tocayos del presidente Petro que, junto a  Carmen Lidia, María Eugenia, Gloria, su compañera, y otros y otras hacen parte de esa generación que necesita ser relevada. El presidente, es la punta de lanza de esta juventud sedienta de futuro. En su día, aún joven, entró a Madrid acompañado de Gustavo Guzmán Castillo, sin imaginar siquiera que años más tarde él sería el centro de tanta actividad y el pretexto para reunirnos los colombianos y reconocernos como sujetos de lucha.

Disfrutamos del día, del viento, de sus recetas de cocina y de la solidaridad que todas y todos tenemos con sus hijas, Valeria y Alejandra, quienes no estuvieron, pero su presencia se sentía en el fondo de la foto de Carmen Lidia que a ojos de la cámara fotográfica que yo manejaba, parecía diluirse en las copas de los árboles para afianzarse en la memoria de quienes la queremos.

 

¡Ay, mi Carmela!

Por: Luz Bibiana Pineda

Los 40 grados que azotaban a Madrid en el verano del 2007 nos obligaban a encerrarnos todas las tardes a la sombra de un norme árbol que desde el patio se colaba por la ventana del pequeño apartamento que compartimos Carmela y yo en Tribunal, una de las zonas más canallas y con mayor encanto del centro de Madrid. Ella cocinaba quiches y bizcochos y yo le llevaba cerezas y pasteles que cogía en sus sitios preferidos. Hacíamos manualidades, leíamos, cantábamos, tomábamos vino, reíamos hasta hacer vibrar aquel viejo edificio, recibíamos a la diáspora colombiana que por aquel entonces pasaba por la ciudad y, el último jueves de cada mes, me decía: “compañera, tenemos que bajar pronto antes de que los gitanos nos ganen de mano” y así, muertas de risa pateábamos el barrio buscando renovar nuestro reciclado mobiliario.

Dos veranos antes, Carmela había recorrido España recogiendo testimonios del exilio colombiano para escribir, junto a Ana María Guerrero, el libro “Voces del Exilio”. En el verano anterior, con un discurso emotivo y sobrecogedor en el que extraordinariamente resumió toda su larga e intensa historia, con una anécdota de sus hijas y su amado Álvaro en la época de La Picota, presentó la publicación ante una multitud que llenó el salón de actos de la Casa de América. Y, sin saberlo, con aquel relato corto y a la vez tan lleno de contenido, Carmela me lanzó la urdimbre que con nudos gordianos amarró nuestros caminos de solidaridad, amistad y respeto.

Creo que su época en aquella casa a la que iban llegando los amigos que encontraban abrazo y comida caliente mientras contaban sucesos del exilio, intrigas políticas y algunas veces hasta penas de amor frustrado, fue una de las más tranquilas y plácidas que tuvo Carmela en esa larga vida de clandestinidad, exilio, persecución, amenazas, exclusión y huidas para salvar su vida y la de sus dos ojitos: su Nana y su Tata del alma. En ese pequeño piso tan personalizado a su estilo, Carmela fue feliz y yo más aun sabiendo cerca a esta mujer tan grande dándome lecciones de resiliencia y dignidad, porque eso fue Carmela, una de las mujeres más valientes y valiosas que he tenido la suerte de encontrar en el camino.

Unos veranos más tarde, sin pensárselo dos veces, llegó nuevamente a mi lado para acompañarme en mis horas más bajas, secar mis lágrimas y sacar de su entraña a la sicóloga que me acompañó durante todo un año por un recorrido interior que sin su acompañamiento no habría podido transitar. Ella, con sus quiches, sus sopitas, sus abrazos, sus palabras, sus silencios, su paciencia y su infinito respeto me ayudó a recoger los pedacitos de mi alma esparcidos en el suelo y juntas, de nuevo, volvimos a reír a carcajadas, a reciclar nuestros muebles, a callejear, a volver a nuestros cines de autor y a seguir tejiendo sueños.

Cuando en el verano del 2021 la recogí en el Aeropuerto de Barajas con sus maletas cargadas de pequeños recuerdos y el corazón saltando en busca de un nido en el cual echar raíces definitivas en España, le dije: “hasta que volviste a mis brazos, bandida”. Pasamos juntas ese verano y parte del otoño, mientras luchaba por superar todas las barreras que la vida le ponía antes de materializar su sueño persistente de vivir cerca al mar. Volvieron las tertulias, las quiches, las cerezas, las risas, los desayunos largos, las comidas eternas y las cenas de amigos hasta el amanecer. Y, sí que volvió a mis brazos, porque arrunchadas volvimos a hablar de la vida, a contar historias, a leer noticias, a ver películas y a hablar sin tregua de todo lo que estaba pasando a diez mil kilómetros de Madrid y los entresijos de lo que en aquellos meses estaba significando el camino de la izquierda a la presidencia de Colombia.

El año pasado fue nuestro último verano juntas. Vivimos las tertulias previas a las elecciones y sufrimos el parto de lo que significaron las dos vueltas. Tuve la gran fortuna de estar a su lado la noche en que frente a un televisor saltamos, gritamos y lloramos de alegría con el triunfo de Gustavo Petro. “Creía que me iba a morir y no iba ver esto, compañera” repetía una y otra vez mientras sus lágrimas no dejaban de caer de alegría por los todos los que llegaban y la profunda nostalgia por todos los que se habían ido, por la promesa cumplida de su Álvaro Fayad y tantos y tantos amigos caídos a los que les robaron la vida y sus ideales. Junto a los amigos de la causa, en el parque de Las Siete Tetas de Vallecas celebramos el triunfo inmenso y casi imposible de un EME hasta que, en medio del jolgorio, tuvimos que salir corriendo a causa de los aspersores del prado que se empeñaron en refrescarnos más de la cuenta aquella calurosa noche. Felices nos fuimos saltando de alegría y esperanza por aquel triunfo histórico y puedo decir sin temor a equivocarme, que esa noche Carmela vivió una de sus grandes alegrías en la vida, sin duda, esa fue su gran noche.

La amé como a esas amigas que son hermanas y a la vez son madres, que acogen, alcahuetean, acompañan, aconsejan y respetan todo lo que a ti se te da la gana ser y hacer. Este verano ya no me traerá a Carmela, ni sus arrullos cómplices, ni su calidez, ni sus abrazos llenos de amor y consuelo, ni su risa que por sí sola contaba mil historias. La luz del sol no brillará igual en su ausencia y no tengo la menor idea de a quién carajos voy a llamar para contarle mis dolores, para comentar las noticias o para divagar de la vida y sus trampas. Tampoco tengo la puñetera idea de a dónde ir a buscar su luz, su risa franca y ese humor de mujer inteligente. Sinceramente, no sé cómo voy a deshacer ese nudo de ausencia que me ha dejado Carmela en esta alma que la está llorando a diario.

Carmela:

Aunque siempre estuviste de paso y sin terminar nunca de deshacer tu alforja, donde habitaste, amiga de mi alma, un nido con olor a hogar y a pasteles recién hechos se erigió para escuchar tu historia, para entender la vida y sentir esa solidaridad que sólo las mujeres que han vivido el dolor de la guerra saben desplegar. Cuando por fin encontraste el nido para echar raíces cerca de tus niñas y lejos de esa patria que con tanta alevosía te embistió, como una monumental trastada elegiste abril para marcharte en silencio, sin previo aviso y muy de mañanita, dejándome huérfana de ti y con estas ganas que me están rompiendo cada vez que quiero hablar contigo y no te encuentro.

Compañera en mi vida y de mi corazón: me quedo con tu risa ronroneando por mi casa, tus charletas en mi sofá, tu dulzura al prepararme el tintico de la mañana y el amor que me regalaste impregnado por mi casa. ¿Hasta cuándo? ¡Hasta siempre, compañera, hasta siempre!

Madrid, 19 de abril de 2023