Aketzaly Moreno (México, D.F., 1992) Poeta egresada de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido poeta invitada en Festivales de poesía tanto de carácter nacional como internacional. Muestra de su trabajo poético se encuentra en las revistas  PUF!, Liberoamerica, Revista Cardenal, La Otra Revista, Revista Innombrable, Revista Ophelia, entre otras. Ha publicado Vuelo de muerte (La Sagrada Familia, 2018), Nada queda en pie (Ojo de Golondrina, 2019) y  Relámpago en la sangre (Mantra Edixiones, 2019; Cae de Maduro, 2021). Desde 2018, junto con Magnolia Cabello organiza en Festival Internacional de Poesía en Milpa Alta.

El entenado

Con esa misma severidad con que juzgas
al hijo del hombre (de otro hombre),
quiero ver que castigues el fruto de tu cuerpo;
que enjuicies sus actos adolescentes
como obra del más experimentado
y raciones afecto y alimento
a cambio de suntuosas reverencias;
así como le exiges a la madre
que decida entre tú y el intruso,
quiero ver que le pidas que reniegue
de la carne de tu carne.

Y esa dureza y ese rechazo
que llamas educación y disciplina,
sean también la vara con  que midas lo que es tuyo.

Qué duro es cargar con la semilla que no es de uno
y darle de tragar lo que no se ha ganado,
qué joda es culpar al del otro
por el fracaso de una relación que no puede ser perfecta,
qué joda ser esa madre que concuerda con el juez
y en todo caso,
qué verdadera joda tan más grande ser ese entenado.

 Qué caro me salió haber nacido

haber venido a este mundo
con la misma hambre que cargaba
la perra que a bien tuvo parirme.

Arrastro un cuerpo saqueado
por la herencia obligatoria de nuestras carencias;
cuando acicalo la enfermedad
con la áspera lengua de la noche
encuentro
los restos de saliva en mis heridas,
los pedazos amargos de mi carne
adheridos a la poca sangre de mis huesos;

Éstos son los síntomas
de quien avanza sobre una cuerda floja,
no sin vértigo,
o tira de ella,
no sin arcadas,
con la intención de vadear un caudal implacable
y por fin hallar simetría,
sin embargo,
pese al esfuerzo,
en cada extremo de la soga aguardan siempre
los rostros de la enfermedad o el hambre.

A la mala,
he entendido
que para sobrevivir a los diluvios
no hay que encomendarse ni temer a dios,
basta con estar hambriado.

 Agüero

a Thoreau y Lafargue

A muy temprana edad

padecí la fiebre de las pérdidas;

era muy necia para poder reconocer

en el tuétano de las alucinaciones

el tono de las grandes profecías,

develadas sólo en la angustiante parálisis del sueño:

 

“Serás muy joven todavía,
pero ya tendrás la vida embargada,

pondrás el lomo bajo las horas

y atizarás el fogón con la pura mano;

a ti también van a decirte,

qué ingenua serás entonces para creerlo,

que el esfuerzo se cobra alto

( y mira si no lo estoy pagando caro);

dejarás los riñones en el fuete

porque estarás aferrada a la gloria

y a las victorias materiales;

te dirán que eso es la felicidad,

y tú confiarás que es ahí donde reposa.

Todavía tendrás los dientes completos

pero ya estarás enferma y avejentada;

en el último intento

verás cómo basta con anhelar algo

para saberlo destruido.

 

Por eso te digo ahora que estás a tiempo,

abandona todo,

sé el edificio que se desploma a la vista del mundo,

que el asombro ajeno no te intimide;

nadie meterá el cuerpo en los escombros en nombre de la vida

pues saben que todas esas alcobas ya estaban deshabitadas.

Desiste,

renuncia:

renunciar es el modo más legítimo de aferrarse a la voluntad.

Persigue el ocio y venéralo,

hazlo tu principio más sagrado

y la finalidad de todas tus decisiones.

Avanza sólo si es para detenerte en un lecho

donde se consagre a la vida;

procura siempre que tu sudor se desprenda sólo del orgasmo;

sé verde como lo son las plantas,

imítalas hasta en el silencio;

busca la dicha en la tierra y el agua;

toda felicidad que descansa

en el andamiaje del capital

se paga sólo con quebrantos.

Pero si eres indiferente a este presagio

y entregas tu cuerpo a las jornadas,

sabrás por tu propia carne que el trabajo

empobrece más que la miseria.”

 

A Abraham Pérez Aragón

Con mejor sino de cuna y calostro

pude haber desenredado mis piernas
para verlas madurar en el llano
sin silla de montar, rienda y carreta;
quizás sin saberme dueño de mi vida
avanzaría con el cuello erguido,
orgulloso de ser alazán parejo;
pero ésta tuvo que ser mi fortuna:

A mí me tocó
nacer a la vista de todos
de un vientre cuya edad era propicia para parir,
pero muy herido ya para tenerme;
no pudo mi madre terminar de lamer
su placenta de mi cuerpo,
ni pude tampoco ser empujado por ella
para sostenerme por primera vez;
no hay primavera que no llore
por no saber dónde vaciar este amor
que a la vez me falta y a la vez me sobra.

A mí me tocó
sentir cómo se rompe la llaga
por el azote de una fusta
y saber que siempre he de andar
con las ancas laceradas;
poca voluntad tengo para marchar en contra,
sino con el hocico rosando el suelo,
humillado de saberme con el ímpetu capado.

A mí me tocó
tener la lengua hecha nudo por una sed
que han acumulado las jornadas;
casi a diario imploro por un aguacero,
y cuando es grande mi desesperación
cuánto deseo que esos espejismos de calor sobre el asfalto
se quiebren y hagan brotar todas las aguas
para saciarme en ellas hasta reventarme los pulmones;
sin embargo, en días como éste
me conformo con la brevedad
del charco caliente que reposa al ras de la banqueta.

A mí me tocó
deletrear con cada trote el sonido de la tristeza
a cuyo paso deja una estela de mierda vacía
que ojalá desprendiera olor de alfalfa
y no de vísceras marchitas.

Otro pude haber sido,
pero tuve que ser esto que soy,
esto que más se degrada mientras más quiere vivir;
obligado a una faena
que promete a manos llenas,
pero sólo da fatiga y desencanto;
a mí me tocó ser éste,
animal que nació de madre muerta
y con la enfermedad congénita de todas las pobrezas.

Interlunio

Como la última luna del año
que intensamente se desangra
y hace correr sus frágiles fulgores
sobre los brazos enfermos de esta ciudad;
así como ella que observa callada,
desde la timidez de su alcoba nocturna,
los gestos de las sombras
capaces de percibirla, más como un estorbo
que como un prodigio
y sin embargo,
símbolo del amor,
lo entrega todo sin distinción de nombre,
no guarda grano de luz para sí misma
aunque sepa que es incierta la llanura;
brilla con la única certeza que da el segundo que se tiene
ganado
brilla como si llegado el interlunio lamentara los hubiera
se incendia como el que sabe que despedirse
es también dejar de recibir a los que llegan;
así,
como la última luna del año,
es la sonrisa con que mi abuela me acaricia
cada vez que apago la luz de su pieza.

Delante de mí tengo la vida

como un toro de lidia dispuesto a la arrancada;
en la testa lleva el garbo de su sangre
y el vigor en las gónadas intactas.

Desafía en reposo,
se encampana,
hunde su pata como un pesado martillo
y escarba con la pezuña,
este polvo desprendido de la tierra
nos envuelve cuando bufa profiriendo una bravata;
poco le importa recibir la primera embestida:
lleva la gloria anunciada
en su corona de osamenta puntiaguda.

Volcán de carne negra,
esa calma fingida es el acecho desde el ojo
en cuyo cráter se revuelve el vértigo de su danza.

Está delante de mí,
y yo que no cargo con muleta, capote, banderilla o espada
ni visto traje de luces
ni hay espectadores que aplaudan u ovacionen
nuestro encuentro,
porque esto es la vida, ya lo dije, no una corrida de plazas.

 

La danza de la vida

 

En la imperfecta redondez del mundo

atraída por el magnetismo de su fuego,

no lucho contra el dínamo del tiempo.

Contemplo la danza de los hombres,

sus negras encendidas cabelleras,

su estruendo que de lejos es murmullo;

han olfateado a distancia el susurro

de las secreciones esparcidas;

rompen filas,

chillan, aúllan dolorosamente,

persiguen la fragancia suspendida

que encuentran derramada en las cortezas;

babeando los jugos que lamieron

de los poros abiertos de la tierra

han corrido a refugiarse

a las faldas de la noche,

por la urgencia de la perpetuidad.

La trabada contienda de la sal

se desata con un grito de muerte;

corren a la vida

sobre el sendero de la sangre

albos potros de cascos silenciosos;

bestias que se fustigan con su propio flagelo,

cansados por el dolor del trayecto

se ahogan en el líquido que los impulsa,

excepto uno,

que ya relincha a la cabeza.

Una grieta parte en dos los cuerpos

y una esfera ahora perfecta

germina en el centro de la carne.

El eco de su forma se proyecta en sí misma

doce y cuatro veces repetida;

es un espacio en el espacio

habitado por las pulsaciones,

contradicción de sí,

forma hambrienta de vida en la inconciencia;

en el rigor de su función,

mastica hebras de sangre

con el ombligo de su boca;

no se sabe dentro ni fuera,

anida sobre un lecho viscoso

en el que nada espera.

Su joven agonía de célula perfecta

avanza con los días;

envejece:

crecer es también descomponerse,

como el fruto

que para llegar a su estado maduro

tiene que dejar de ser verde.

Pronto,

digna de la mutilación del mundo,

nace deforme y enferma de tiempo;

se fermenta a los ojos de los hombres

que no obstante sus temores

danzan por instinto,

porque saben aun sin entenderlo

que la vida es un homenaje que se rinde a la muerte.