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Lucecitas que se encienden y se apagan es un cuento y hace parte de un nuevo libro del autor y dramaturgo Carlos Bernal que aparecerá próximamente publicado por La Parcería Edita. El libro consta de 10 relatos y será ilustrado por el artista plástico Fabio Manosalva y prologado por el académico y crítico Carlos Jiménez. Este trío de colombianos nos entrega su trabajo y su visión de la vida a través de la narración, la ilustración y la crítica, un aporte de la cultura colombiana al mundo hispano. Los tres viven en Madrid y hacen parte de las artes contemporáneas en este lado del Atlántico. Su eco repercutirá en Colombia y América Latina con fuerza y vigor. Enhorabuena. (APL)
Carlos Bernal
LUCECITAS QUE SE ENCIENDEN Y SE APAGAN
La muchedumbre que le aplaudía y esa música altísima que sonaba toda igual lo mareaban un poco, luego estaban los gritos y los truenos iluminados de los fuegos artificiales. Todo eso era nuevo para él, no nuevo, nuevísimo. Muchos colorines, azules, rojos, amarillos brillantes y dorados, y plateados; en su pueblo africano tantos colores solo se veían en los trajes de las mujeres y en televisión, en el pueblo predominaban los colores ocres, como las paredes de las casas, casi todas hechas de barro y bareque.
Su trono estaba a tres metros del suelo; él y los otros dos reyes iban sentados y vestidos como los “Reyes magos”, debían saludar y tirar caramelos a la gente que alborotada los aplaudía y aclamaba abajo desde las aceras; la carroza se deslizaba lenta y coqueta adornada con guirnaldas y farolillos y rosetones de papel y lucecitas que se encienden y se apagan. La música atronadora salía de dos grandes bafles que habían emplazado detrás de los reyes encima de la carroza; la carroza aunque engalanada para la ocasión no conseguía ocultar que estaba montada sobre un viejo bus “maquillado” para la fiesta.
Ningbé estaba viviendo un estado de irrealidad galopante, como preso en un delirio y sin salida, la celda era del tamaño de su mundo, todo lo que alcanzaba a ver le resultaba enrarecido, eso era un sueño sin duda, pero era evidente que estaba despierto; lo único seguro es que la noche anterior ya había pasado, ya habían pasado esas horas interminables navegando al borde de la delicada línea que había separado a la travesía marítima del camino hacia la muerte. Y eso era mucho.
Muchísimo ruido, mucha gente, olor a pólvora, su cuerpo todavía le dolía, la túnica y el turbante con que le habían acicalado le venían un poco pequeños, le apretaban. A veces, sin saber cómo, como en una burbuja dejaba de escuchar el bullicio navideño y a su alma y su cabeza volvían los ruidos del mar embravecido y los crujidos de la patera sufriendo. La noche oscura y sin estrellas no había permitido casi nunca saber hacia dónde estaba la playa y hacia dónde las aguas infinitas de altamar. Era como si la muerte fuera un viajero más, sentada allí impertérrita en la barcaza.
-¡Baltasar, tira caramelos!- Decía Melchor entusiasmado. Él obedecía y de alguna manera le resultaba agradablemente extraña la imagen de la chiquillería blanca feliz pidiéndole y agitándose alrededor de los caramelos que él tiraba. El sonido de la palabra “caramelos” también le resultaba curioso.
Todavía no había pasado ni un día desde que llegó a las playas de ese mismo pueblo en una patera desvencijada con otros cuatro africanos mayores que él; llegaron de madrugada, al desembarcar y tocar la arena europea cada uno empezó a correr para camuflarse en un bosquecillo cercano. Ningbé no supo que hacer sentía como vértigo, estaba mareado y la falta de equilibrio le hacía tambalearse, no atinaba a caminar, todo empezó a ponerse negro y él, que hasta sus veinte y dos años nunca se había desmayado, perdió el sentido y mordió la arena. No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente, no mucho tiempo tal vez. Cuando despertó un pescador y su esposa le estaban ofreciendo agua, y diciéndole cosas que no entendía; rápidamente llegaron seis personas más, entre ellos el alcalde y su mujer. Lo ayudaron a incorporarse y lo llevaron a las afueras del pueblo a la casa del alcalde, con la idea de darle algo de comer y de beber para que luego retomara su camino a quién sabe dónde. No fue así.
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María, la mujer del alcalde, cincuenta y ocho años robusta y bajita, al recibir la noticia de que había un negro enfermo tendido en la playa, inmediatamente había recordado algo que hacía unos meses le había dicho Mercedes la vecina, “Sí… Eso es verdad. Si le tocas el pelo a un negro eso trae buena suerte”. Por su parte el alcalde, cuando ella le comentó la aparición del naufrago, no dijo nada pero conjeturó rápidamente que un negro ese día le venía muy bien, al pueblo y a él mismo, puesto que en el gobierno central que fungía de progresista habían decidido cambiar la costumbre del desfile y que allí donde se usara para el rey negro a uno de verdad en lugar de un blanco pintado, darían como reconocimiento humanitario una pequeña cantidad extra de dinero para apoyar actividades comunitarias y sin ánimo de lucro. El alcalde recomendó a su mujer que le hiciera comida sustanciosa que le ayudara a recuperarse para la noche. Ella le preparó una suculenta sopa de pollo con verduras, garbanzos, cebolla y pimientos y sustancia de hueso.
La noche de reyes, se había hecho larga y a las cinco de la mañana todavía se escuchaban los últimos borrachos hablando solos mientras se iban dispersando. Ningbé, rendido y alucinado, buscaba desesperadamente conciliar el sueño; sin poder dormir, por su cabeza se paseaban veloces imágenes del mar inquieto y oscuro como boca de lobo mezclándose con flashes del colorido desfile con los otros dos reyes; a estos los había encontrado luego bastante borrachos y levantándole el pulgar en señal de aprobación. Lejanos oía unos pocos ruidos en la calle y más cercanos los ronquidos del alcalde, también borracho… Pero pudo más el cansancio y el navegante se hundió en los mares de su propia profundidad.
Tarde amaneció. Le esperaba una mañana levemente soleada con algo de rocío. La pareja de la casa ya había desayunado, pero para él habían dejado la mesa puesta, huevos, café con leche, pan y queso. Ningbé comió con apetito voraz, tenía hambre atrasada, hambre ancestral, además durante la travesía no había comido casi nada. La señora María vino luego y trajo más café con leche y más pan. Ella le decía frases cortas que él no acertaba a entender del todo y él tímido, con bajo volumen y su voz grave le contestaba con poquísimas palabras en su idioma. Aunque los dos comprobaban que los idiomas que hablaban eran muy diferentes, estaban seguros de que se entendían: ella ofreció azúcar, el aceptó y lo agradeció, luego le ofreció sal para los huevos y él aceptó de nuevo agradeciendo más con los ojos que con la boca.
La situación era incómoda pero no demasiado, a veces se miraban y sonreían, se sabían diferentes pero se sentían cercanos. Por los años y los cuerpos podrían ser madre e hijo y un poco así se comportaban. Ella consiguió explicarle que tenía dos hijos pero que se habían marchado a trabajar a la capital y que la música “atronadora” se llamaban Villancicos, él contó que tenía seis hermanitos en África y que era fan del Real Madrid. Muchos minutos sin palabras: sentados uno frente al otro, la señora hojeaba una vieja revista de artistas y “asuntos del corazón” mientras él miraba un desgastado periódico de deportes, a veces levantaba la cabeza y la observaba con una leve sonrisa y volvía a repasar las fotos de los futbolistas. El tiempo pasaba en silencio, solo se escuchaba el sonido de las páginas al pasar, pero ninguno de los dos tenía prisa. Ningbé metió la mano en su bolsillo sacó un caramelo y dijo en español perfecto, “Caramelos” y se echó a reír, ella sonrío y le admiró su risa franca y la dentadura.
Poco después María preguntó si le gustaría ducharse y él aceptó gustoso.
Rayando el medio día hizo su entrada triunfal el Sr. alcalde, pletórico, la gente hablaba muy bien de la fiesta y sobre todo de la “Carroza de los Reyes”. Les hacía mucha gracia y estaban orgullosos de ser el primer pueblo de la región que tenía un Rey negro de verdad. María iba “traduciendo”…
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“Esta noche hay una cena en la Plaza del pueblo, Baltasar, estás invitado”, dijo el alcalde. Esa noche dormiría allí en la casa y al otro día debería seguir su camino. Ningbé entendió perfectamente y le pareció bien.
Su segundo amanecer en Europa le sorprendió despierto, extrañó el canto de los gallos, pero pensándolo bien hasta ahora el balance de los acontecimientos le parecía positivo, recordó la bulla que metían sus hermanitos nada más despertarse… Se aventuró a elucubrar qué seguiría, cómo serían las cosas a partir de ese día, qué cosas le esperaban más adelante… Un poco todavía le dolía el cuerpo de los avatares del viaje, cerró los ojos y poco a poco volvió a sumirse en un sueño profundo; hasta que eso llegó, dentro de su cabeza todavía resonaban las olas del mar y los lamentos de la vieja patera.
La pareja de señores se había despertado hacía un rato. Ya eran casi las doce (aprovechó bien la cama por si acaso), en la mesa tenía su desayuno, El viajero desayunó bien, despacio, sin prisa, la señora ya tenía empezado el guiso de la comida del medio día. María preguntó si quería repetir algo y este repitió café y pan. Ella le trajo una bolsa de tela en la que le había metido cosas de comer –“Para el camino”. Y con disimulo le tocó la cabeza. “Mira y esta chaqueta, la dejó mi hijo mayor, ya no se la pone, para que te abrigues en Madrid, allá en el norte hace frío”.
El alcalde le regaló diez Euros y le deseó buen viaje. Ningbé espontáneo le respondió; “!Caramelos!” y los dos soltaron sonoras carcajadas.
– Gracias, señora.
– De nada, Baltasar. Ve con Dios!
Se dijeron en sus respectivos idiomas. María había salido a la puerta a despedirlo. Ningbé, echó andar, sin equipaje, como había llegado, solo la bolsa de tela y los diez euros que recibió en pago por su “corto reinado”. Sentada en su silla de siempre, lo veía alejarse. Mucho tendría que caminar hasta el próximo pueblo con estación de autobuses para coger alguno en dirección de la capital, las autopistas y el neón; seguramente ya habría visto algunas en la tele.
Lejano caminaba despacio pero decidido el que había sido su huésped. Por un rato no hizo más que observarlo alejándose por esa carretera que al terminarse el pueblo seguía avanzando recta hacía adelante partiendo en dos el paisaje, un extenso llano seco y árido con algunos arbustos esparcidos; la carretera, estrecha y larguísima, atravesaba solitaria el panorama hasta desaparecer en el horizonte. Pensó que le gustaría volver a verlo algún día.
En medio del silencio y del calor descansaba en su silla como cada día desde que tenía memoria, solo que hoy era diferente, ahora veía, allá lejos, la figura del viajero que se hacía cada vez más pequeña… Era mediodía, hora de comer, más por costumbre que por hambre entró a tomar sus alimentos. Comió suficiente y cuando hubo apurado el ultimo sorbo de agua, el ritual de siempre: salir de nuevo a la puerta y en su silla, su vieja amiga y confidente, reposar la comida y dormir una corta pero infalible siesta. De Baltasar ya no se distinguían ni piernas ni brazos era un pequeño punto en la lejanía, al que ella le ponía cara y voz. Y así un rato, viendo cómo se empequeñecía el punto, hasta que el sueño terminó imponiéndose y se hundió en las ensoñaciones que le provocaban el sopor del medio día y los trabajos internos de la digestión. La siesta era el rato que no compartía con nadie, totalmente privado, era su intimidad mayor, era el encuentro diario de su cuerpo con su alma.
Durmió plácidamente. Antes de despertarse del todo vino a su mente la imagen de la carretera interminable con Baltasar, allá lejísimos, haciéndose un puntito cada vez más pequeño. Dejó pasar unos segundos, pero cuando abrió los ojos y lo buscó en el horizonte, el punto había desaparecido.
Recordó la sensación en su mano al tocar la cabeza de Baltazar y pensó “Ojalá que eso sea verdad y le traiga suerte al pueblo”.
Carlos Bernal L. abril 2022.