LA CUENTÍSTICA ECUATORIANA: TODOS LOS MIEDOS DE ELSY SANTILLAN FLOR

 

 

Elsy Santillan Flor

 

 

 

AZULEAR

                                       

 

Lo vio desde lejos y pensó que era el sueño que siempre quiso soñar.

Dejando a un lado el cansancio, se dio cuenta de que su color no variaba y en vez de ser verde musgo o castaño, era completamente azul.

Al llegar a sus linderos se detuvo asombrado, pero luego los atravesó decidido y sin quererlo se sintió tan azul como los árboles y la tierra. De repente, una sensación transparente, como de cristales, lo invadió. Se encontró cantando melodías para él desconocidas. Era un hombre nuevo y rejuvenecido; olvidó en un segundo su vida, su pasado, los motivos que lo llevaron hasta aquel lugar.

Raros frutos colgaban de los árboles. Probó varios y no pudo reconocer un sabor conocido. Quiso sombra y la encontró bajo el follaje, buscó espacio y lo descubrió en varios claros.

No había sonidos. Todo era quietud. Perdió la noción del tiempo y poseyó al bosque.

Poco a poco se fue cansando del paisaje y de la soledad. Aquel bosque azul y extraño que tanto lo deslumbrara fue perdiendo para él todo interés.

No había salidas. El bosque se extendía en hectáreas infinitas de azul, mostrando por doquier sus frutos, sus sombras, sus parajes.

Vencido, supo que era su destino vivir, soñar y tal vez morir en azul; gritar, desesperarse en azul; aplacarse y conformarse en azul. Cansado arrojó su cuerpo en una sombra y con eterna piedad de sí mismo, vio correr por sus mejillas y manos, salinas gotas de azul.

                                                                  ***

 

 

 

DAMIÁN, NO DEJES MORIR EL FUEGO

 

Desde que vine no ha dejado de observarme. Pasa junto a mí, se detiene en los rincones, me aguarda tras las puertas, me asusta.

La tarde ha empezado a caer en un descenso de tiniebla; una bruma extraña desnuda su rostro entre las sombras. He llenado la pipa por milésima vez en vano intento de abrigarme. No pienso tomar el vino que se añeja en las bodegas, traje una buena provisión de coñac y pese al fuego continúo con infinito frío. Los ruidos nocturnos comienzan a ser parte de mí. Es fácil reacostumbrarse a ellos.

Hace poco, al avivar el fuego, me pareció que sus llamas adquirían vida. Su resplandor intenso me asustó, fue como si algo sobrenatural las animara.

Me he asomado a la ventana; la oscuridad exterior es profunda, como espesa la niebla que circunda los alrededores. Debo tenerla ahora, como la he tenido las noches anteriores, aceptándola como parte mía, como la forma de vida ideal.

Dejaría que el fuego muera por sí mismo, pero el frío es superior a mi deseo. El silencio que me rodea es suave, se transforma bajo el crepitar de los leños en antiguas voces que me hablan en idioma familiar. Casi no las distingo, pero me pregunto si no serán las voces de ellos, de los que partieron en un sonido de cristales rotos. Serán sus ecos traspasando el vacío que nos separa. El silencio me trae recuerdos de lejanías, viene y va en oleada inquietante.

A momentos me envuelven ráfagas heladas.

Se ha ubicado en algún lugar del campanario y de rato en rato me avisa que está conmigo. Aunque hice promesas he destapado una botella. Beberé solo una copa para aliviar el castañetear de mis dientes.

Me he levantado varias veces para reanimar las llamas que han empezado a languidecer, pese a la mágica vehemencia que las mueve; las sombras están muy cerca, casi no distingo lo que hay aquí. En las paredes cuelgan retratos, pero no siento la menor curiosidad por contemplarlos. Temo reconocer en ellos un rostro. Vine aquí para deleitarme con el placer de estar solo, aunque a momentos me parece tener compañía.

El está acechándome desde el exterior y sé que puede entrar en cualquier momento.

He vuelto a pensar en ellos. Debieron padecer este frío y esta niebla. Hay tanta bruma, tanta infinita desolación.

Calculo que se acerca el amanecer. Pese a que he consumido algo más de media botella, mi cabeza sigue nítida. En el suelo hay un considerable montón de cenizas muertas. Se ha producido un silencio total. El fuego cesó hace rato.

Ha penetrado aquí, filtrándose a través de la chimenea; está frente a mí, mostrándome su dentadura opalina. Al otro lado del cristal la soledad baila entre las sombras y yo empiezo a entender que los nuestros no terminamos por enfermedad, si no por el frío paralizante, sobrecogedor, mutante, que provoca sensaciones de letargo y conformidad. La oscuridad es completa. Él no permite que amanezca. No puedo pensar. Se ha apoderado también de mi cerebro.

Una languidez blanca me domina y en medio del amortiguamiento interior escucho con claridad las voces que antes no pude distinguir. En su murmullo familiar descifro el mensaje que llega cuando ya es innecesario:

“Damián, no dejes morir el fuego”.

        

                                                                   ***

 

 

DIARIO CIRCULAR

 

«… Ignoro el motivo por el que Juan no pudo acompañamos esa mañana. Es demasiado cuidadoso de los suyos y su instinto protector está bastante desarrollado; sin embargo, permitió que saliera a comer en las afueras de la ciudad, guiando el automóvil familiar, en compañía de mis padres y Valeria, nuestra hija de cinco años.

La ciudad donde vivimos se ha vuelto exageradamente bulliciosa.

En las calles me ahogan las gentes, con sus voces y sus impertinencias. Prefiero un lugar tranquilo donde no existan aglomeraciones, ni voceríos.

Por eso, invité a mi familia a respirar aires campestres y deleitar el estómago con una rica variedad de comida, en una casa de hacienda, transformada hoy en un moderno paradero turístico.

Luego de una hora de viaje llegamos al lugar con deseos de damos un merecido descanso. Atravesamos el camino de cemento de un cuidado jardín, que conducía a la broncínea puerta de ingreso.

Un amplio comedor apareció frente a nosotros. Mesas alegremente dispuestas exhibían blanquísimos manteles y servilletas verde musgo. Adornos indígenas decoraban las paredes con buen gusto y plantas ornamentales daban al sitio un aire verdaderamente familiar.

Una sola mirada nos hizo entender que éramos los primeros comensales. Fuimos a una mesa dispuesta. Esperamos por largos minutos la presencia de algún mesero, pero éste no aparecía.

La llegada de alguna otra persona fue también nula. El malestar empezó entre nosotros. Por la ventana divisábamos el automóvil estacionado y solitario.

Bastante preocupada, fui hasta una puerta lateral que supuse sería la cocina, con la esperanza de hallar a alguien que pudiera atendernos. Al abrirla me encontré en un pequeño cuarto lleno de escobas, cajas y botellas.

Atravesé el comedor y salí, tratando de ocultar la furia que empezaba a dominarme, cuando vi a un hombre de mediana edad podando unos arbustos. Le pregunté en la forma más sutil que pude, dónde se encontraban las personas encargadas del servido, pues había venido con mi familia y deseábamos ser atendidos.

El hombre suspendió su labor y se encaró conmigo en una forma indigna y brutal, mientras me advertía que me retirara, pues nadie estaba dispuesto a atender a personas como nosotros. Ciega de ira le respondí en lenguaje similar al suyo. No me considero una mujer vulgar, pero esto era el colmo.

Nuestros mutuos gritos fueros escuchados por mi familia, la cual apareció bastante nerviosa junto a nosotros. Al verlos, una sucesión de sentimientos me invadieron.

Tomé a Valeria por los hombros y nos encaminamos hacia el carro. Mis padres iban tras nuestro, haciendo comentarios nada favorecedores al respecto. Hice sentar a mi madre y a la niña en el asiento posterior, mientras papá lo hacía junto a mí.

Cuando me disponía a encender el auto me di cuenta de que había dejado las llaves sobre la mesa que habíamos ocupado en nuestro fracasado intento de almorzar. Furiosa regresé en su búsqueda rumbo al comedor.

Al llegar, vi las llaves en el lugar donde me había sentado; las tomé y al salir, el hombre se hallaba junto a la puerta acompañado de un enorme bóxer que gruñía. Calculé que si intentaba correr el animal me daría alcance dejando heridas espantosas en mi cuerpo; decidí caminar en forma tranquila los sesenta metros que consideré mediaban entre el vehículo y yo.

No sé por qué di una mirada final al individuo, escuché una risita burlona.

Maldije en mi interior y empecé a andar en forma normal, deteniendo las ansias de correr.

Advertí que el perro se separaba de su amo y comenzaba a seguirme. Traté de acelerar el paso un poco, pero mis piernas eran dos masas temblorosas, que se estaban volviendo torpes.

El perro estaba a unos siete metros atrás.

El carro me parecía lejano, pero el instinto de salvarme me empujaba.

El perro se detuvo por unos segundos y yo aproveché un par de metros; vi que retomaba el paso, con un poco de trote. Caminé más a prisa ya. El trote adquirió visos de carrera.

El auto estaba muy cerca, con los vidrios subidos.

Escuché los gritos amortiguados de mi hija, mientras mis piernas empezaban a correr.

El perro aceleró el trote y supuse que estaría ahora con su hocico abierto, a escasos cuatro metros de mí.

El carro estaba a mi alcance. Casi lo podía tocar.

Di un salto, abrí la puerta y me tiré al interior. Desesperada la cerré, mientras lo sentía arrimado a la parte izquierda bajo el cristal, ladrando desaforadamente.

Sentí un algo sórdido a mi alrededor. La puerta que de ordinario es hermética, estaba detenida por algo, y no encajaba del todo. Giré la cabeza y vi una de las manos delanteras del bóxer atrapada.

Los gritos de Valeria llenaban el interior del auto, taladrando mi cerebro; entonces, llena de venganza y de odio fui presionando la puerta, mientras me llegaba el crujido de huesos y cartílagos en un romperse lento y angustioso.

Por segundos se me nubló la vista. Todo parecía flotar en un denso movimiento. Encendí el auto y salimos de aquel lugar grotesco. Por varios kilómetros escuché los chillidos del perro.

Ignoro en qué momento me volví a ver a mi familia.

Los tres estaban pálidos y sudorosos, a excepción de Valeria que estaba distinta a minutos atrás. Sollozaba quedamente abrazada a su muñeca favorita y mientras lo hacía, vi con horror que uno de sus brazos terminaba en un muñón sanguinolento, donde había claras huellas de una reciente mutilación.

 

Juan es bueno conmigo, pero últimamente se empeña en molestarme al tratar de hacerme creer lo que no es cierto. Me ha hecho palpar hasta cansarse la mano de Valeria y siempre dice que está completa, que cuente los dedos y las uñas. Sin embargo, me fastidia que enseñe a la niña a corroborar tal mentira. Me entra una horrible desesperación y acabo siempre por llorar durante horas.

Juan dice que debo descansar mucho y por ello no permite que vuelva a la oficina donde trabajo. Ha alquilado para mí una habitación confortable en un hotel de las afueras. Dice que no pueden quedarse conmigo él y la niña, porque es mejor que descanse sola.

En realidad somos muchos huéspedes aquí y casi nunca conversamos. Desconozco por qué no lo hacemos, pues creo que en mayor o menor medida, todos extrañamos a nuestros allegados que nos visitan solo los domingos. Los administradores de este lugar son cariñosos con nosotros, se preocupan de que nos alimentemos para estar sanos. Visten impecablemente; me asombra que pese a su trajinar diario sus mandiles estén blancos y bien planchados.

Acostumbro pasear por este sitio y escribir en mi diario lo que sucede (cuando no estoy cansada), pues desde que vine aquí me fatigo por cualquier cosa. A veces creo que este jardín se parece al del tipo grosero y estúpido de aquella vez, aunque encuentro diferencias, por ejemplo, éste es más grande y tiene bancas amarillas por todo lado. De cualquier forma, cada día, me convenzo más de que Juan es el culpable de todo lo que está ocurriendo y por más que pienso, ignoro el motivo por el que no pudo venir con nosotros ese día…”

                                                

                                                                      ***

 

 

   

LA CASA DE CRISTAL CORTADO

 

 

Al verla sentí muy adentro el frío que produce una sensación desagradable.

Cuando fui niña y mi padre muy rico, habité en aquella casona por casi cuatro años. Fueron los mejores momentos de mi infancia.

La casa era magnifica, amplios espacios, ventanas por todos lados, jardines enormes. Lo mejor de todo constituía un invernadero que fue cultivado en su totalidad por las hábiles manos de mi padre. No era un gran invernadero, pero tenía la ventaja de ser un cuarto de seis por tres y cuyas paredes eran de vidrio. Una de ellas daba acceso al jardín frontal y a la calle larga y alegre, en especial alegre, como mis pocos años.

Papá acomodó artísticamente a los helechos de treinta y dos especies y se las arregló para tallar una banca hecha con troncos grandes, tosca, pero bellamente confortable.

Hace pocos días me dio por ir a esa calle y recordar frente a la casa a aquel trozo de belleza que aún guardaba en la memoria, y que no me dejaba olvidar que fui feliz, aunque ahora todo sea distinto. En verdad, no puedo quejarme mucho. Podría afirmar que tengo todo o casi todo. Mi vida es despreocupada y libre, aunque llevo una inmensa y tediosa soledad.

Eran las dieciocho horas y un poco más cuando llegué y no pude evitar una mueca de disgusto. La casa mostraba cambios por todo lado, su apariencia demasiado descuidada, la pintura deshecha, el jardín totalmente crecido, donde brotes de maleza ahogaban las poquísimas plantas estranguladas en el tiempo.

La puerta de acceso al jardín, que antaño permanecía abierta a la esperanza, estaba cerrada, y grandes candados se abrazaban a su silueta de hierro. Pensé en lo efímero que es todo, en que hay que gozar cuando llega la felicidad, porque pasa fugazmente.

Un raro golpe llegó hasta mí y alcé los ojos hacia las ventanas, instintivamente. Vi la figura de una mujer, ya anciana, que prendiéndose al ventanal me llamaba agitando los brazos.

En un comienzo no entendí nada, pero al volver a fijarme en los candados lo comprendí todo y a mi primera curiosidad, la sustituyó un gran sentimiento de tristeza.

Era una anciana con el pelo blanco; era una mujer que tenía muchas arrugas en el alma, que estaba inmensamente sola, encerrada en el caserón de hielo, mirando siempre el tétrico jardín y a una que otra persona que por allí pasaba.

Estaba segura de que aquel ser humano no tenía posibilidades de hablar con nadie, por lo menos en el transcurso del día. Distinguí sus ropas, su apariencia que denotaba descuido, su pelo alborotado, pero sobre todo la expresión del rostro, que era una patética mueca de desesperación.

Me estremecí ante aquello. El sonido del cristal que era ya un solo golpe me estaba asustando. La tarde caía y el celaje anunciaba lluvia.

Empecé a retirarme de allí. Entonces, los golpes crecieron y al mirarla en la escasa luz que había, ella mostraba en sus facciones todo el horror y el miedo que un ser humano es capaz de sentir.

Miré a mi auto estacionado muy cerca. Después de todo, yo tenía mejores posibilidades que la mujer. Ella estaba encerrada en una habitación de cristales fríos, a mí por lo menos me esperaba una ducha de agua caliente, una cama tibia.

Sentí a la fuerza de la noche cernirse implacable y tuve miedo de aquella casa, que bajo las sombras parecía diluirse en negritud. Sin embargo, una sensación interna me obligaba a no partir, a no sucumbir ante las historias infantiles de terrores y fantasmas que paseaban en tardes de lluvia como esa.

El cristal se estremecía en sombras, pero sabía que alguien más aterrorizada que yo estaba allí, angustiada y sobrecogedoramente sola. Escuchaba el rastro de sus golpes en el vidrio, con aquel sonido peculiar que estremecía cada poro de mi piel. El sufrimiento de aquella mujer me recordaba muchas cosas, muchos sucesos. Varias figuras como aquella, había visto desfilar desde mi ventana, en el barrio antiguo y frío donde yo nací.

 

Gotas de lluvia mojaron mi cabeza. La tempestad caía. Un trueno estalló en las tinieblas y los dedos de la anciana se aferraron al cristal, resbalándose y produciendo un nuevo sonido opaco. Su existencia era una confusión de gritos ahogados que rebotaban en el ventanal siniestro.

La lluvia caía más fuerte, y el viento huracanado agitó con fuerza mis ropas haciéndome retroceder. Fugazmente pensé que la soledad es la antesala del infierno, la nebulosidad del alma. Con dificultad volví a mirar la puerta de aquella casa; sus candados vigilando con rigidez de hielo. Estaba empapada y grandes canales de agua resbalaban por mi cara. Aquella casa envuelta en sombras enigmáticas semejaba a un vago recodo de mi memoria que se negaba a ser ceniza.

Lejanos y amortiguados me seguían llegando los golpes de la mujer, podía descifrar en ellos a la desesperación de saberme sola en la intemperie, entre la tempestad y la noche.

Curiosamente, ninguna de las dos podía hacer algo por la otra, pero estábamos allí, separadas por cristales y candados, aunque hermanadas por una enloquecedora soledad. Me arrimé más a las rejas del jardín. El atroz embate de la lluvia azotaba aquella noche abrumadora y permitía que su miedo se mezclara con el mío.

Así transcurrió mucho tiempo.

Cuando la tormenta empezó a amainar, todo mi cuerpo chorreaba mientras el frío invadía mi alma. Volví a mirar hacia la ventana, oscurísima ya, y me fue imposible distinguir a la silueta.

Aquella anciana vivía entre las sombras, era un ser anónimo del otro lado de la muerte; una persona más que extravió su historia en algún recodo del camino y fue conminada, sin saber por qué, a vivir entre la soledad de vidrieras imposibles.

Un viento helado sopló e hizo que me estremeciera aún más. Sentía las piernas entumecidas, y dando chorreantes pasos, fui hasta el auto. Al encenderlo, un rayo brilló en el cielo de esa noche de cien espermas titilantes y fui una más de ellas, perdida para siempre en la ciudad.

 

                                                                    ***

 

IMPERFECCIONES

 

La noche en que conocí a Manuel, una poderosa y terrible lluvia se abatía sobre el restaurante donde mi hermana mayor trabajaba.

Pese a estar gran parte de aquel negocio iluminado, yo sentía deseos de llorar y de aferrarme al delantal celeste que Clara llevaba puesto.

Pero estaba consciente de que necesi­taba mi trabajo, pues juntas debíamos enviar algo de dinero a nuestra madre y dos hermanos menores que vivían en un poblado tristísimo, al pie de la montaña.

Veía el rostro de Manuel y muy adentro sentía que ignoraba mi pena.

Él provenía de otros lugares infinitamente mejores y no tenía por qué preocuparse de mi situación, ni de mis sentimientos.

Me llevó a una casa antigua y sobrecogedora que quedaba en una calle tortuosa, pero bastante congestionada del centro de la ciudad.

Pronto supe que no tendría más servidumbre que yo, pero este detalle no me importó en lo más mínimo, pues siempre había pensado que no existía mejor compañía que la soledad; lo que si me inspiraba temor era el aire de esa casa —denso y recargado— que se concentraba en los aposentos olorosos a naftalina. Me parecía que todos ellos atesoraban recuerdos y no precisamente halagadores.

Manuel me contó que en aquella casa había vivido con su madre, una mujer que se apasionaba por las antigüedades. Mis ojos se asombraron ante los inmensos bultos de santos, iguales a los que habían en la iglesia de mi pueblo: las mesas bellamente repujadas en nácar y los espejos de cristales gruesos, que descan­saban en las consolas de mármol.

También me dijo que había fallecido siendo ya muy anciana, varios años atrás.

Tuve lástima por él y no me explicaba cómo podía seguir viviendo en ese lugar tan solo. Después, aparté mis pensa­mientos y me propuse cuidar esa casa de la mejor forma.

A medida que pasaban los días, una fuerte sensación se iba apoderando de mí.

Era como un imán, como una corriente que se hizo visible, conforme me mantenía en la cocina, que era un recinto grande, descuidado, manchadas sus paredes por humos añejos, sucias sus baldosas por otras pisadas anteriores a las mías.

Aquella corriente semejaba una delicada gasa de encajes, un velo que siempre se mantenía corrido en el centro del aposento, pero que se hacía visible solamente para mí.

Manuel jamás puso reparos a mis labores.

Desde el primer momento me dio libertad para hacer y deshacer en su casa, explicándome que pasaba siempre ocu­pado y detestaba ser interrumpido.

Nunca supe lo que hacía. Sólo sé que permanecía encerrado largas horas en su dormitorio, escribiendo cosas en papeles o en libretines de colores verdes con rayitas negras. La casa tenía una pequeña biblioteca, y decidí leer mientras duraba mi permanencia ahí.

Aquella corriente, que empezó en la cocina, se había apoderado tanto de mí, que me producía la rara sensación de que siempre la había conocido.

Un libro que hallé me dio la clave, tiempo después. Hablaba de vidas anteriores y de otras por conocer. Si esto era cierto, me interrogué si no había nacido por lo menos ciento cincuenta años atrás en esa misma casa, y quizá fui un señor de brillantes charreteras o una dama que guardaba sus secretos bajo las buganvillas del huerto de atrás.

Aparté mis pensamientos, que no me gustaban, y seguí con mis quehaceres; sin embargo, noté que en mi interior empezaron a sembrarse una lenta pereza y una modorra indefinibles, que lograron que todo lo que había sido mi cotidianidad empezaba a importarme menos.

Fue así como olvidé a Clara y pedí a Manuel dejar mi sueldo en sus manos, evitando de este modo cualquier diálogo. La pena que experimenté al despedirme era hoy cosa muy lejana, al igual que el recuerdo hacia mi madre y el lugar donde nací.

Manuel salía de tarde en tarde de la casa y retornaba algunos días después. Jamás le averiguaba a dónde iba, ni lo que hacía, pero me entretenía recostándome en su cama, dando vueltas entre las almohadas, mientras imaginaba que besaba sus dedos largos, los retenía en mi boca y los saboreaba uno a uno con gran suavidad.

Esas noches permanecía desvelada.

Un rumor a fiebre agitaba mis miem­bros.

El dormitorio de Manuel quedaba al final de un largo gabinete llenos de cuadros, alfombras, mesitas y sobre ellas jarrones de la China. Muchas veces llegué a su puerta, y agucé el oído, pero solo escuché el golpetear de la lluvia en el tumbado y quizá en mi propia alma.

 

Transcurrieron las noches, las tardes, las mañanas.

Nada había cambiado. Todo estaba estacionado y la monotonía formaba túmulos de polvo en las esquinas de la casa. Pero cierta vez, cuando el sol pareció tornarse violeta, yo decidí en parte cambiar el destino de toda aquella vetusta existencia. Recuerdo que me vestí con esmero y fui a la habitación de Manuel con el pretexto de llevarle una taza de té, que nunca me pidió.

Lo encontré dormido en su cama. Me senté a los pies de ella y me limité a mirarle, mientras pensaba que cuando su madre lo tuvo debía haber sentido mucha tristeza al saber que llevaría a ese niño a vivir en aquel caserón lóbrego, sin más compañía que el eco salpicado en las paredes; entonces me sentí intrusa, perturbando, con mis ideas, el invisible lazo que aún los unía.

Repentinamente entendía que nada valía, y me pregunté qué hacía yo en aquella habitación; qué pretendía de aquel hombre delgado, de apariencia frágil, que solo constituía para mí el más grande de todos los misterios.

Largo tiempo lo miré y cuando el té estaba frío, decidí salir. Lo hice en silencio y al llegar a la cocina sentí resbalar a la tristeza por mi piel y pensé, por primera vez en tanto tiempo, que era el momento de salir de allí, de buscar a Clara, o de retornar a mi pueblo y ver cómo habían usufructuado de mi salario, aquellos que eran mis parientes.

Unas manos agarraron mis hombros.

La sensación era reconfortante, a tal punto que trocó mi pena en alivio.

Sentí la calidez de su aliento en mi nuca y una placentera excitación afloró en mi ser, quise volverme y besarlo, pero la sensación se tornó aletargada y tranqui­lizadora.

No sé cuánto tiempo duró, pero sé que desde aquella vez algo se transformó en mi mundo. Algo indefinible y miste­rioso, que asemejaba a un trasladarme en el tiempo, atravesando aposentos de oscuros muebles y llegando a jardines de exóticas flores, que se habrían y permitían que absorbiera un perfume de sangre y de misterio.

La corriente que me atrapaba volvió a hacerse presente y esta vez distinguí un rostro de mujer, unas arrugas profundas, en una tez llena de polvos y unos ojos de mirada helada que sin hablarme me enviaron su mensaje.

Ignoro el momento en que Manuel se alejó de mí.

Al día siguiente nuestra vida fue tan normal como siempre, envuelta en el infatigable silencio que nos rodeaba y desde aquella noche, él llegó con gran frecuencia.

Yo lo sentía atrás de mí y volvía a experimentar las sensaciones que acudían en tropel desordenado y galopante.

No hacíamos el amor.

Jamás me besó en la boca, yo nunca saboreé sus dedos largos y finos. Pero inventé formas de ensueño que me hacían perder de vista el tedioso mundo de cacharros y hortalizas.

¡Los besos de Manuel!

Me acostumbré a ellos como siempre me había acostumbrado a muchas cosas en la vida. Me importaba él, con su presencia distante de los días y su manera furtiva de las noches.

Convertí a la cocina en el lugar más bello de la casa.

En ella esperé y viví; descubrí secretos y sepulté realidades; amé más allá del tiempo y de la vida. Tal vez, porque este ha sido el sino virulento de ásperas sorpresas, he visto transcurrir el tiempo, en la inmensidad de esta casa que ahora está bastante destruida.

Aquí, en el mortuorio silencio que le envuelve y en el espesor de las telarañas que cubren sus esquinas, voy justificando mi existencia.

Estoy sola como siempre lo estuve, como así fue todo desde el origen.

Todo ha sido una visión fugaz, una vigilia, un lapsus en mi cerebro carcomido.

Pero he visto envejecer mi piel, encanecer mi pelo; he sentido el horror de una enfermedad lenta, pero también no he querido mirar atrás.

La cocina siente.

Ella guarda y atesora el secreto y el milagro, es por eso que ya no he vuelto a abrirla. Un rumor a recuerdo viene a mi mente.

Algo oscuro y desesperante, pero a la vez candente y sugestivo.

Algo que permanece y se esfuma. Algo que dice se debía hacer lo correcto, porque el amor es totalmente amargo e imperfecto.

Acaso, muy similar a un suceso que me ocurrió a los pocos días de llegar aquí: confeccioné un platillo para el postre y sin pretenderlo, eché unas cuantas gotas de hiel sobre una torta rellena de frutillas…

 

ELSY SANTILLAN FLOR

 

Quito, Ecuador, 1957. Doctora en Jurisprudencia y Abogado de los Tribunales del Ecuador.

Hasta la presente fecha ha escrito 25 obras que se reparten en: narrativa, poesía, narrativa infantil, novela juvenil y teatro. Ha obtenido los premios nacionales “Jorge Luis Borges”, Quito, 1996, “Pablo Palacio”, Quito, 1998. Premio en colectivo de La Casa Internacional de Escritores y poetas de Bretaña, París 2013 y Mención de Honor del Premio “Joaquín Gallegos Lara” a la mejor obra publicada en Teatro, Quito, 2014. Consta en antologías del país y extranjeras de cuento y poesía. Traducida parcialmente al Húngaro, Francés y Búlgaro.

 

 

 

La cuentística de Elsy Santillán Flor

 

 Por:Gloria da Cunha

 

Los miedos juntos es una compilación de todas las colecciones de cuentos de Elsy Santillán Flor, que corrobora el confesado deseo de la autora de mantener reunidos todos sus relatos, hecho muy frecuente entre los más notables cuentistas latinoamericanos.

La reunión ampliada, Los miedos juntos, de reuniones anteriores, confiere nueva significación tanto a las partes como al todo y suscita un renovado interés por la lectura. Para el crítico literario esta reunión de reuniones no representa una simple suma de relatos, sino un macrotexto original, un verdadero sistema textual con renovado sentido. Los ejes identificables alrededor de los cuales se organizaba cada cuento de los cuentarios separados adquiere nuevo valor en la reunión, puesto que ahora se iluminan —inmediatamente unos a otros, lo que carga de valor al contenido de Los miedos juntos.

La trascendencia crítica de esta compilación reside además en el posibilitar la observación de la evolución y la revalorización de la cuentística de Elsy Santillán Flor.

Los miedos juntos reúne los seis cuentarios que hasta la fecha posee Santillán Flor en su haber literario, —De mariposas, espejos y sueños (1987), De espantos y minucias (1992), Furtivas vibraciones olvidadas (1993), Deseábulo 1 (1993), Gotas de cera en la ceniza (1997) y Deseábulo 2 (2003)—, totalizando ciento veintidós intensos relatos.

En De mariposas el eje temático es la discriminación social y se forma a partir de la exploración desde sus efectos en distintos casos: la vejez, la sexualidad, la homosexualidad, el lesbianismo, la prostitución, la pobreza infantil, el machismo y el abuso de la mujer. Si bien estos temas han sido, y continúan siendo, ampliamente tratados por muchísimos escritores, la lectura revela que de la mano de Santillán Flor adquieren —modalidades muy singulares. Una de las características —sobresalientes de esta singularidad presente en todos los relatos de Santillán Flor es la perspectiva: los casos son presentados desde la mirada del protagonista sin que se tenga la mínima posibilidad de conocer otra versión. Los cuentos son como secretos que los narradores comparten con el lector, “su cómplice”, como diría Mario Benedetti, ahora tal vez más cómplice que nunca.

Como el lector se siente obligado a ver la situación solamente desde un ángulo, la sensación de —acorralamiento lo apresa también a él, como antes había apresado al personaje. Frente a este túnel de vida, la única solución posible, el único escape que se vislumbra, es el que, efectivamente, toman los protagonistas. Ante estas distintas, a veces crueles, manifestaciones de discriminación, el lector puede sentirse culpable porque si bien sabe que existen, tal vez reconoce que hace poco o nada para eliminarlas. Además, como el lector es el único que puede ver una cara del conflicto, la de la víctima, e imaginar la otra, la del victimario, su drama consiste en el conocimiento que tiene del secreto de ambos como una visita al lado oscuro de la sociedad, que se espejea en los relatos. Estrategias narrativas como éstas componen la original presentación de la discriminación por Santillán Flor, ya que son sabiamente empleadas para recrear y trasmitir la sensación de cárcel existencial a la que los protagonistas han sido condenados por la sociedad.

El eje temático principal de De espantos y minucias es el lado oscuro del alma humana, ampliando el tema de la colección anterior. La profundización revela los ilimitados alcances del alma que Santillán Flor da forma con la palabra, —miedos, verdaderos e inventados, sueños y pesadillas, formas de locura u otras suerte de perturbaciones—, que anidan escondidas sin que afloren a menudo en las letras. Si bien las estrategias narrativas no varían considerablemente por ser las propias de la autora, la diferencia estriba en el hermetismo que caracteriza la mayoría de los relatos y que los hace a veces enigmáticos, aun para los lectores muy atentos. Este hecho se explica porque es difícil acceder a las profundidades del alma humana y aún penetrando allí, a menudo es incomprensible porque las emociones, ansiedades y sentimientos obedecen a complejos factores.

El hermetismo que caracteriza el discurso literario de esta colección resalta además por la carencia de comunicación que refleja, producto del descontento vivencial y de la destrucción de las relaciones humanas, en las que las amorosas toman un lugar prominente. El lector ya no es tan cómplice, porque los personajes lo alejan también a él, sino que se convierte más bien en un testigo mudo de circunstancias inexplicables en pocos trazos.

A pesar de esta imposibilidad de identificación con situaciones que plantean los cuentos, es indudable que el lector se siente inundado por la soledad que padecen ciertos protagonistas, por el odio de otros o los rencores que se alimentan como al cuerpo. Recién en este cuentario el lector comprueba sorprendido dos detalles que se multiplican con fuerza: la reiteración del suicidio y la absoluta ausencia de la religión o de Dios. De aquí proviene el hondo pesimismo frente al futuro que realza el espanto humano que provocan los cuentos. No obstante esta temática, el discurso literario refleja mucha calma, hasta objetividad, diría, que puede resultar propia de los que se han acostumbrado a una existencia desgarrada.

En Furtivas vibraciones olvidadas la muerte domina las narraciones, como a los protagonistas, en franca competencia con la vida minúscula de una incesante agonía. Parecería que estas variaciones sobre la muerte se presentan como los únicos desenlaces para las situaciones extremas que se fueron acumulando desde el inicio de Los miedos juntos. Por lo tanto, en este cuentario se destaca el sentimiento de tristeza que controla los relatos, tristeza que sale de las páginas y sobrecoge el ánimo del lector al sentirse incapaz de aliviar el sufrimiento de los protagonistas o, peor aún, ni siquiera comprender plenamente el alcance del mismo.

Otro aspecto preponderante que revelan muchos de los personajes es la imposibilidad de olvidar acontecimientos dolorosos, al mostrarse anclados en ese drama personal que los lleva irremediablemente al final trágico de la mayoría de los relatos. Entre las modalidades de desenlaces fatales sorprende nuevamente la frecuencia del suicidio, casi obsesivamente recreado por la autora; que enfrenta al lector con un hecho muy común en la realidad pese a que el lector, como la sociedad, evita reconocer, y las letras, incluirlo en sus páginas más a menudo.

Si bien es posible identificarse con muchas de las situaciones en la que están inmersas las agónicas existencias de las criaturas ficticias, existen otras que golpean y disturban fuertemente el ánimo del lector por el grado de deshumanización que proyectan. A través de los relatos el lector va asumiendo la posición de un amigo comprensivo, un cómplice de secretos, un testigo de vidas moribundas, de muertes, de suicidios, de crímenes, alterando la relación consigo mismo a medida que progresa en la lectura. Si bien los conflictos y sucesos son graves e impresionantes, el talento literario de Santillán Flor descolla al demostrar una infrecuente habilidad para establecer un contraste entre la vida anterior, la de felicidad y movimiento, y la del presente, de crudo estancamiento y sentimentalmente vegetativa, mediante el empleo de descripciones de casas, casas otrora hermosas, casas palacios, casas mansiones y casas en ruinas, casas deshechas, casas de espanto. Estas formas de contrastes también se acentúan en el discurso literario por la marcada ausencia de emoción por parte de los narradores, por la sencillez con que se narra trágicos aconteceres, por la fría objetividad con la que a veces se trasmiten las acciones o pensamientos, o en otras, hasta con una ternura de inexplicable origen. Indudablemente, las características de este discurso chocan violentamente con la sensibilidad del lector y aumentan considerablemente el peso humano de los hechos.

         Como lo sugiere el título, Deseábulos I es un conjunto de seis cuentos cuyos temas giran en torno al eje de los deseos amorosos de los protagonistas, que se convierten en verdaderas pesadillas, resultando en el engrandecimiento de situaciones recreadas en los cuentarios previos. Todos los relatos se inician con la descripción del sueño que atrae poderosamente el interés de los protagonistas y se pasa, en ocasiones violentamente, a la transformación en fracaso, del amor en odio, al rencor hasta por sí mismo, por no haberse hecho realidad lo ideado, a veces hasta en repugnancia por ese ser que inicialmente se imaginó perfecto.

Este cambio brutal también afecta al lector, porque los cuentos se hacen, por momentos, muy amargos al comprender perfectamente la hermosa expectativa que los sueños son capaces de producir en el alma humana, y también las dolorosas secuelas que el giro negativo imprevisto produce en ella.

Los protagonistas se hunden en la nada existencial, ya que los sueños y deseos de futuro componen el horizonte natural del ser humano, son los que indican que están vivos, porque representan la esperanza en el mañana, el motor de la vida

 

 

 

           

Del contraste que se establece entre el sueño y la realidad surge el impacto que los relatos ejercen en el lector, porque está consciente del significado profundo del valor de la esperanza para los seres humanos. En Deseábulo 1 Santillán Flor también introduce nuevas variaciones en el discurso literario. Entre ellas, llama la atención la recreación de atmósferas y ambientes indefinidos, vagos, confusos, propios de los sueños y delirios, en los que el lector no participa, ni se identifica, ni es cómplice ni testigo, pero que acepta, ya que sabe que así son por naturaleza, esos escenarios, en los que nadie puede penetrar ni presenciar.

La desolación campea no sólo por el asunto del cuento, sino principalmente por el pseudo diálogo que los caracteriza. Más que diálogo, son como confesiones desesperadas puesto que no existe un interlocutor real, sino recuerdos de su existencia, reproducciones de inciertas conversaciones que aumentan la ausencia, la soledad, el fracaso, el dolor humano, sin que se sepa, calderonianamente, si se vive o se sueña el fracaso.

El eje que atraviesa todos los relatos de la colección Gotas de cera en la ceniza es la maldad humana y de él se desprenden otros secundarios, las diversas manifestaciones de la maldad, tema central de cada uno de ellos que pueden verse también como explicaciones del rostro profundo de la sociedad.

Así, desfilan la tragedia por la incapacidad de escapar de la maldad, la venganza del que se sabe injustamente objeto de la maldad, la muerte como único escape a la maldad, el suicidio como acto de maldad hacia los otros, la pobreza como causa de la maldad humana y la aceptación de la maldad como aspecto natural de la condición humana. Tanto la maldad central, que domina los relatos como a los protagonistas, y los temas menores se presentan mediante el contraste, mecanismo literario favorito de Santillán Flor.

En unos es la bondad de una prostituta, poseedora de dignidad y pureza de sentimientos, o en otro, la de la madre viuda a quien el hijo le niega no solamente la posibilidad de rehacer su vida amorosa, sino el buen recuerdo que de ella tiene su amado después de muerta; aunque todos los relatos son ejemplos reveladores de la capacidad de la autora para mantener presente la fuerte presión ejercida por la mentalidad patriarcal, que desata el aspecto negativo de la condición humana.

Santillán Flor también recrea los efectos del autoritarismo en el plano social, la maldad social, que permite la injusticia de la pobreza, origen de la lucha cotidiana en la que se debaten los desposeídos, sin vencer o escapar a este sino fatal. A la traición humana de la injusticia, la soledad y la desesperanza, se le agrega el inexplicable encarnizamiento del odio y locura, de la sed de venganza, o de la constante de la pobreza que anula la natural bondad humana, que hace que la víctima se convierta en victimario.

Las muertes enclavadas en la pobreza a causa de la indiferencia ajena se contrapuntean en ciertos relatos con la noción del suicidio sin razón, modo original de concebir el acto de quitarse la vida mediante el rechazo de lo bello que la misma puede proporcionar. Ese triunfo máximo de la violencia al ejercerse sobre sí mismo.

Santillán Flor también continúa con inquietantes cuentos de temas oníricos o relacionados con lo fantástico, que fustigan el deseo del lector para infundir fuerza a esos seres, para que reaccionen y se rebelen contra la injusticia que presencian.

En otras ocasiones, el lector nuevamente puede sentirse culpable porque se reconoce cómplice de la maldad opresora, como se sentía de la discriminación social, al permitir con naturalidad la prolongación de algo que siempre ha existido, sin denunciarla ni tratar de transformarla, porque no le afecta directamente, hecho que se presenta como otro ejercicio, aunque más sutil, de la maldad humana.

Nuevamente se ha borrado toda esperanza de los relatos, en los que ni Dios, ni aún una lejana idea de Dios, se presentan en ellos, y los protagonistas viven como huérfanos solitarios de la bondad de ese Ser poderoso que injustamente, —¿cómo otro acto de maldad?—, se ha olvidado de ellos.

Los seis cuentos de Deseábulo 2 se conforman por el eje de la inmoralidad e infidelidad al recrearse diversas relaciones familiares, amorosas o matrimoniales que muestran la distorsión que han experimentado, como si la autora reiterara su advertencia sobre los peligrosos alcances indescifrables de los seres humanos.

Estas facetas, como se revela en los cuentos, no son de fácil reconocimiento porque se ocultan con apariencias de valores morales, de riqueza, de mentiras conyugales, de secretos enfermizos que se cuidan celosamente. Como el título de ambos Deseábulos lo sugiere, también aquí los relatos se inician estableciendo claramente los deseos primigenios de felicidad de los protagonistas, que los motivaron al ingreso en relaciones posteriores, o con retazos de sanas y confiadas relaciones familiares de la época infantil.

El desarrollo de la narración es, en cierta medida, también semejante, porque en cierto momento de la relación todo cambia súbitamente.

A partir de este momento, los personajes, sorprendidos por el destino fatal, oscilan constantemente de la necesidad de adaptarse al estándar de normalidad o a ajustarse al nuevo impuesto por un alguien de gran dominio sobre sus vidas.

El desenlace de este vaivén existencial es en la mayoría de los casos, siempre fatal, porque no hay otro para la gravedad del choque emocional intolerable por ser imposible resolver las divergencias. Son relaciones en las que la escalada de violencia aumenta rápidamente. En otros, los integrantes de las parejas siguen la vida cada uno por su lado, cuidando con esmero las apariencias morales y sociales, revelando que la colisión los transformó, pero que son incapaces de aceptar el fracaso.

 

 

 

En relatos en los cuales se guardan cuidadosamente crueles secretos de formas de vida, los protagonistas enfrentan el escape para salvarse o son tan afectados por ese hecho que lo absorben y lo hacen normalidad en su vida futura. Pero la autora deja en libertad a todos para humanamente rescatarse y salvarse o hundirse en ese lodo enfermizo que el mal representa.

En estos relatos, que cierran el libro, es significativa la presentación del tema y el recordarle al lector que todos los sucesos ficticios, aunque no los haya presenciado ni vivido, pueden ser reales ya que en todos los seres humanos que él conoce, tal vez en él mismo, hay un sitio recóndito que se resguarda con mil candados. Es el sitio en el que se encierran todos los miedos juntos.

Indudablemente, Los miedos juntos es la demostración de que Elsy Santillán Flor es un elevado exponente de las letras latinoamericanas. Mediante una reunión de reuniones, el libro, convertido en un macrotexto del sufrimiento humano, se presenta como un museo en el que el lector va observando, inseguro y tembloroso, cuadros de discriminación de fácil reconocimiento, los que pintan facetas escondidas de la personalidad humana y social, los que nos muestran diversas formas de muerte, o vidas muertas, los reiterados suicidios, los de los infinitas alcances de la maldad y los que contrastan los intensos deseos como intolerables fracasos, que discriminan a muchos seres humanos de la felicidad a los que todos tienen derecho. Es evidente que para estas pinturas humanas la autora se inclina por pseudo diálogos, cartas, diarios, monólogos interiores, muchas veces imitando recuerdos que no se pueden olvidar, casi obsesivamente recordados y reiterados en la palabra escrita; por narraciones extensas, otras más breves y sus inconfundibles mini cuentos herméticos.

La talentosa recreación efectuada por Santillán Flor de atmósferas de sueños y pesadillas pone de manifiesto que sus protagonistas luchan en todos los relatos, en diversas y adversas circunstancias de vida, para escapar de esa alucinante vida que les tocó vivir por sorpresa, de la cual se desprende, y tal vez justifica, la sed eterna de una felicidad que siempre se escabulle, de venganzas, de muertes deseadas, de suicidios provocados, como únicas soluciones de conflictos causados por la sociedad en el individuo.

Frente al pasaje de esos cuadros, el lector, ya sea cómplice, testigo o confesor, no puede permanecer inalterable, porque reconoce sus dosis de culpabilidad, así como de indiferencia.

De modo que leer las narraciones de Elsy Santillán Flor es un hecho casi obligado para el lector o el crítico. Este juicio se apoya principalmente en dos razones. En primer lugar, en la imposibilidad de hallar en su narrativa huellas de influencias de escritores anteriores o coetáneos, hecho que da gran novedad a sus creaciones. En un segundo, por esa original habilidad que posee de no denunciar los efectos de los distintos temas, sino de sugerirlos suavemente, de exponerlos como cuadros a la vista del lector; precisamente, por su condición oculta, aprendemos de nosotros mismos y de nuestras sociedades.

No obstante, creo que por la aspiración de plasmar emociones difíciles sin golpear la sensibilidad del lector, ni escandalizarlo con posturas de denuncias, la autora se suma inconscientemente a las huellas del gran maestro latinoamericano del dolor, César Vallejo, para captar esa marcha que efectúan algunos seres por la soledad, sin esperanzas y en orfandad divina, y recrearla con sus dolores profundos que pasan desapercibidos, como se desliza mansamente por las páginas de Los miedos juntos, de Elsy Santillán Flor.