Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Letras Hispánicas en la UNAM. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (UANL, 2017), Los ojos negros de la noche (Surdavoz, 2019), Regusto a diablo (2020, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos), El infierno es con nosotros (2020, Mantra). Ha obtenido distintos reconocimientos y premios en poesía, crónica, cuento y ensayo.

Selección de Regusto a Diablo (Tintanueva, 2020)

Estamos ciegos de tanto vernos,
de avanzar hacia la nada.
Descaminados mausoleos,
siempre
en las antípodas de los deseos.
Uno atrás muy lejos del otro.
Sin ojos que nos acoten,
nos destensen el ansia,
¡ay, tan sin ojos!

JUVENTUD

Dime,
¿qué fue de tu baba orlando la seriedad de mi falo?,
¿qué se ha hecho?
Costra de mis memorias,
nata de tristeza tan triste.
En cataratas toda la luz.

Tu cetro, tu boca
fue la corona y el palio de mi cabeza.
Juventud, eso era todo, una dorada
saliva de crepúsculo
que da lustre, incluso,
en su desvaída consistencia
a esta tarde
o alguna de tantas
que sofoqué en tus muslos

Juventud


cuando la habitación no era,
ni tú ni yo, sólo un palpar de abecedarios
heridos, de vocales en precipicio
sin arriba ni abajo,
todo centro sin litorales, sin distancias,
sin mundo, porque el mundo no era,
sólo la muerte tenía permiso
de tocarnos, de insuflar la vida
y las flores de sus venenos

Juventud

sólo un olor de tacto a la deriva,
el gusto de un gemido
sobre nuestros sexos.
Juventud, eso era todo,
plenitud de los desposeídos
en medio de la ceguera del huracán,
humanidad a manos llenas,
carne sin hastío, gula que no ceja
ni cierra sus esclusas.

Juventud sin oros,
reino de ciegos y de carne,
de odios y treguas,
eterno naufragio, sombras a la deriva,
adioses para siempre nunca comenzados.

 

VEJEZ

El aroma o los rizos de tu pubis
se enraizaron a mis pensamientos,
olor a retama o metralla trae el aire
a mis ensueños dormidos,
a los enseres de mi cuerpo;
y podría abrir mi carne toda
y encender la llama de la muerte
y estallarlo todo y salir resucitado,

limpiándome las cruces de ceniza
y el hedor de encierro
con la desesperanza de hallarte
como fuiste (y quizá sigas siendo),
lejos de mí, siempre lejos…

Muy lejos ya de esa infancia
que se cierra en el umbral
de esta incrédula e inmadura vejez.
Nunca aceptada,

pero fija
en la sequedad de mis ojos,
en la esclerosis del tacto,
en el deseo,

ahora un círculo cansado,
no la espiral del trueno,
no la luz ahíta de obscuridad,
no la obscuridad de la luz,
no la luz,

no la obscuridad,
no,

sin dientes el relámpago,
no.