Por Fabio Martínez

Una de las cosas maravillosas que me ha ocurrido con la literatura es conocer y estar cerca de la vida de aquellos personajes exóticos que suele dar nuestra rica ‘fauna’ literaria. Al contrario de mis colegas semiólogos, a quienes solo les interesa estudiar el texto literario en sí mismo, a mí me ha apasionado la vida secreta de los escritores que están detrás de su obra.

Si toda novela es una autobiografía escrita en clave simbólica, también es verdad que el escritor, como todo ser humano, está determinado por sus orígenes y por su entorno.

El día que conocí a Fernando Vallejo en su apartamento de la calle Amsterdam de México temí encontrarme con un hombre irascible, ante las diatribas contra los científicos y los políticos que él estilaba apenas regresaba al país. Para sorpresa, me encontré con un hombre culto, con un hilo de voz suave, que parecía una dama.
El día que conocí el estudio de París donde vivía el escritor Germán Cuervo me di cuenta de que para poder entrar, el anfitrión tenía que salirse al pasillo. Allí aprendí que el escritor debe acostumbrarse a escribir en cualquier espacio.

Cuando en Bogotá visité la oficina del periodista cultural de esta casa editorial, Ignacio Ramírez Pinzón, ubicada en el segundo piso del café El Automático, descubrí que por aquellos años el Cronopio colombiano ejercía el oficio brujo y nigromante.

Desde la antigüedad, los escritores han tenido una predilección especial por el oficio de la brujería. Desde la bruja Circe, que a través de un brebaje puesto en una cena quiso convertir en cerdos a la tripulación de Odiseo; pasando por la Celestina, que con sus pócimas torcía el corazón de las almas infieles; hasta Shakespeare, que en El coloquio de los perros confiesa que la brujería es un “vicio dificultosísimo de dejar”, los escritores se han visto atraídos por este submundo hasta convertirse en los grandes taumaturgos de la vida.

En el país ha habido brujos maravillosos como Germán Espinosa, que le hizo un homenaje literario a Genoveva Alcocer, la bruja de Cartagena de Indias. Su historia está narrada en La tejedora de coronas, una de las mejores novelas del mundo hispanoamericano, donde se cuenta cómo Genoveva se atrevió a copular imaginariamente con la ilustración europea.

El escritor santandereano Pedro Gómez Valderrama, quien en vida fue uno de los mejores exponentes de la demonología, escribió un libro extraordinario, titulado Muestras del diablo.

Quizás el brujo de la literatura que yo más admiro se llama Gustavo Álvarez Gardeazábal. Empezando porque Gardeazábal nació en Tuluá un 31 de octubre, el día de las brujas, y a partir de ahí no ha parado de ejercer su oficio como mago de la palabra.

Desde la finca del Porce, donde hoy vive, el escritor vallecaucano dicta cátedra a empresarios, políticos y personas influyentes del país que necesitan de sus sabios consejos.

Gardeazábal ha sido un hombre agudo, culto y polémico, que ha sabido tener una independencia frente al poder y a sus áulicos. En un país de moralistas, fue uno de los primeros escritores en declararse gay, cuando aún nadie lo hacía.

Hoy, el brujo de Tuluá está de plácemes. Su novela Cóndores no entierran todos los días está cumpliendo cincuenta años de ser publicada.

En su momento, la novela fue aplaudida por el premio nobel Miguel Ángel Asturias, y obtuvo el Premio Manacor de España. En su libro Por qué leer los clásicos, Ítalo Calvino afirma que se llama clásicos “a los libros que constituyen una riqueza no menor para quien los ha leído y amado”.

Esta es la virtud de Cóndores, una novela que cada día que pasa se nos convierte en un clásico de nuestra literatura.

Por esto tenemos que volver a ella, leyéndola y releyéndola. Lo demás es Instagram, WhatsApp y redes sociales.

FABIO MARTÍNEZ
hector.f.martinez@correounivalle.edu.co

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