MERENGUES Y GARBANZOS

En la buhardilla de mi casa reposa una fotografía oficial de Franco porque entró en el lote, cuando me despedí de la empresa donde trabajaba   y acepté la sustanciosa indemnización que me correspondía. En un principio pensé deshacerme de ella, pero, pensándolo mejor, decidí quedármela tal cual, con su marco de madera y protegida con su cristal y con la firma autógrafa del dictador. Al fin y al cabo, pensé, Franco ha formado parte de mi historia. No sé si los coleccionistas le darían mérito. Qué se yo. El caso es que la foto duerme en mi buhardilla, olvidada de todos.

A la buhardilla apenas subo pues tiene una escalera muy peligrosa y sólo se utiliza para ir guardando cosas que no se usan. Hoy me he acordado de ella al rememorar el Golpe de Chile. Inevitablemente me vinieron imágenes de Pinochet y de Franco juntos y por separado, enfundados en sendas capas de paño; sus ojos aviesos, sus miradas descaradas. Y me vino a la memoria, siendo yo muy niña, la dictadura en todo su esplendor, cuando vi a Franco por primera vez. Venía a nuestro pueblo para celebrar o conmemorar algo de la Presa de Ricobayo. A todos los niños nos habían preparado para la excelentísima visita. Las niñas con falditas azules, plisadas, y con blusas blancas. Los niños igual, pantaloncito azul y camisa blanca. Nos habían reunido en la escuela y nos dieron una banderita a cada uno y; una vez con ellas, nos hicieron salir a la calle, todos en fila, y nos llevaron a la entrada del pueblo para esperar al dictador que llegaba rodeado de un cortejo de coches y motos levantando polvo pues entonces las carreteras no estaban asfaltadas.

Los niños teníamos que decir todos a una: ¡Franco, Franco, Franco! mientras las motos pasaban veloces a nuestro lado. Más tarde, me vi agarrada de la mano de mi padre mientras sostenía en brazos a mi hermano Luis, el más pequeño de los tres que éramos entonces. Más tarde nacerían mis otras dos hermanas hasta completar los cinco que somos. Mi padre gritaba enardecido: ¡Franco, Franco, Franco!

No hace falta que diga que yo no tenía ni idea de lo que ocurría. Ni sabía de dictaduras, ni de intelectuales en el exilio, ni de cárceles, ni de presos políticos, ni de nada. Tampoco hace falta que diga que mi padre era franquista porque se nota. Yo era una niña de cinco o seis años y estaba en eso mismo: «en el limbo de los niños» que decíamos antes. Pero sí recuerdo recibir una especie de alegría cuando al ver a Franco me dije: anda, pero si es ese señor que está en el retrato de la escuela. Naturalmente que lo era. Entonces no había televisión y en mi pueblo no había cine y por tanto yo no conocía el NODO, aquel legendario noticiario español. Esa misma tarde, los niños correteábamos disfrutando de la gran algarabía que se había organizado con la visita.

Recuerdo que había una especie de puestos de helados, cosa nunca vista en nuestro pueblo, y que los heladeros manipulaban una crema blanca; podía ser merengue. Hacían pasteles con la misma, pero yo no sabía para quién irían destinados. Muchos años después deduje que Franco se había traído sus propios cocineros porque no se fiaría mucho. Este es un dato que nunca he sabido con certeza y lo que digo es pura fantasía. Pero lo que sí puedo atestiguar es que aquel día supe yo mucho de las clases sociales, de los que están arriba y de los que están abajo, de los que se ensoberbecen por su situación de poder y de los que se dejan someter. Por la fuerza.

Los niños pululábamos entre la gente sin control. Entonces no había peligro alguno. Mirábamos con la boca abierta, extasiados, a aquellos montones de merengue, o de lo que fuera. Yo estaba muy cerca de uno de aquellos cocineros y recuerdo que se acercó a mí y me metió una cuchara llena de aquello blanco en la boca. No sé por qué, pero de pronto sentí repugnancia y lo escupí, no porque no me gustara sino porque con aquel gesto me sentí humillada, sentí que aquel hombre me hacía de menos y me sentí mal. Yo era muy pequeña, insisto, pero no he vuelto a olvidarme de aquello. Muchos años después, cuando yo había comenzado a publicar artículos de opinión en el periódico local, al recordar aquel hecho, escribí uno que titulé «Merengues y garbanzos» y en él hacía alusión a las clases sociales y a las dictaduras.

Recuerdo también que en aquella época comíamos cocido, casi a diario, -el cocido es uno de los platos más suculentos y exquisitos- pero cuando se comía cada día, aburría un poco y yo, en mi inocencia, pensaba que los ricos, los profesores, los reyes, incluso Franco, por supuesto, no podían comer garbanzos, tan poco finos los veía yo entonces.

Mi artículo era una reflexión muy profunda. Esa foto, también me sirvió otro día, para recitar poemas sobre las dictaduras en el Cuartel Viriato de Zamora; aquél hermoso recinto que se desactivó porque se llevaron la tropa a otro lugar; y unos cuantos zamoranos lo ocupamos para reivindicar su espacio. Allí el ilustre Agustín García Calvo y los artistas Coomonte y Luis Quico, dos importantes zamoranos, entre otros, impartieron sabias conferencias ante el pasmo de los asistentes. Yo iba como alumna, pero también podíamos manifestarnos los alumnos como quisiéramos. No en vano estábamos en la “Universidad de Sabiduría Popular” como la denominábamos. Y un día llevé la foto de Franco, encendí una vela junto a ella y recité poemas que tenía escritos sobre las dictaduras. Uno de ellos, precisamente, el que hace referencia a Neruda y a Allende.

El Golpe de Estado de Chile, me ha servido a mí, nos ha servido a todos; a los de más edad y a los más jóvenes para remover nuestros sentimientos, para recrearnos en nuestros recuerdos. Los buenos y los malos.

Concha Pelayo