A OJ, mi padre, que siempre llevaba a casa libros escondidos

entre los bolsillos de su gabardina.

Mientras cursaba la carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, la facultad de Ciencias Humanas y el departamento de Literatura sacaron unos pequeños librillos, cosidos al caballete, con una portada en la que las líneas, al estilo de los trazos que se hacen con pincel y tinta china, dibujaban las siluetas de Don Quijote y de Sancho, su fiel escudero. La docilidad de dichos libritos —que bien les permitía refundirse entre el morral o bien acomodarse en algún pequeño espacio vacío de la biblioteca de la casa— los hacía sentir cercanos y cómplices amigos de lecturas tan rápidas como sugerentes (aún recuerdo el texto de León Tolstoi, «¿Cuánta tierra necesita un hombre?»). Su brevedad y variedad hicieron una marca en mí y en mi experiencia de lectura que más adelante fue alimentada con aquellos libros breves y plegables que se vendían en los escaparates de las estaciones de tren y que propiciaban una experiencia similar a la que se tiene cuando se lee un diario, estando de pie, en el afuera o en el adentro del vagón. La continuación de la historia vino de la mano de la colección Alianza Cien, de la misma editorial en mención, cuyo principio regente era el de ofrecer a un lector, envuelto en los vertiginosos movimientos del tiempo actual, una lectura breve y rápida que estuviese acorde con el ritmo de la vida moderna. Aquella colección —que incluye autores y textos de diferentes latitudes y especificidades— agregó nuevas iridiscencias a la experiencia del encuentro con la lectura: la posibilidad del salto en el tiempo, pero no del cronos sino del kairos, de la mano de los espacios que se tejían en sus páginas breves.

Tal vez, por la sensación de satisfacción y deseo cumplido que me daba el acaparar en la palma de la mano todo el mundo contenido en aquellos textos, siguió creciendo en mí ese amor secreto y un tanto inconsciente por los pequeños formatos, por la dosis exacta de experiencia estética de una lectura portátil. Quiero creer que dicha fascinación se instauró, también desde la infancia, con aquellos pequeños libros de versiones de cuentos infantiles populares a que teníamos acceso (y con los cuales me reencontré, ya entrada en la vida adulta).

Como hubiesen sido las cosas, más adelante, motivados por aquello del despliegue y del pliegue, de la literatura marginal y de una experiencia que uniera la palabra con la imagen y con la resistencia, gestamos con Andrés Pascuas Cano aquello que se conoció como LetrAtaque. Lectura portátil, una especie de tangram que ofrecía textos o imágenes de acuerdo al modo en que se abrieran sus caras. El juego fue divertido y provechoso. Tanto así que ello, unido con hilos rojos a los encuentros que ya mencioné, hizo la mixtura alquímica necesaria para que Nueve Editores viera la luz de la existencia algunos años más tarde.

Dentro del catálogo editorial tenemos varios libros que han coqueteado con los pequeños formatos pero no habíamos sido lo explícitos y inequívocos que podríamos ser en declarar nuestra pasión, y enarbolar la bandera del fetiche en la figura de lo pequeño y acobijable en el secreto deambular del transeúnte. Fue entonces que, entre finales del 2021 y comienzos del 2022 empezamos a buscar un árbol para que el ave de la ilusión tuviera dónde posarse y hacer de nuestro deseo su casa. Poco a poco, y como se va moldeando un pedazo de arcilla: escuchando la respiración del elemento, entrando en consonancia con las herramientas y las incidencias de los factores externos, fuimos extrayendo de la materia la forma de nuestra nueva colección. El capricho, más mío, fue acolitado por Andrés y fue así que a mí vino el nombre de «La grieta y el susurro» para dar cabida a una serie de librillos que se inscribieran dentro de lo que se conoce como un mapa trazado por la predilección y las confesiones lectoras de autores contemporáneos. El criterio —claro en un comienzo, de que fuesen obras ya declaradas como de «domino público», en el que se invitaba a autores a proponer dos textos breves, uno de ellos escrito por un hombre y el otro por una mujer, por aquello de la paridad, y que incluía un prolegómenos a la lectura y una ilustración elaborada por Amelia, nuestra hija— fue creciendo como si de un organismo vivo se tratara en la medida en que el proyecto se convirtió en una realidad y se fueron sumando los riegos de quienes comenzaron a participar en él. Entonces, lo que pensábamos sería el conjunto de unos librillos un tanto desparpajados fue adquiriendo su propia identidad y presencia a través de decisiones que tenían que ver con las partes formales y de estilo que definen una línea editorial que ostentaba la herencia de nuestro caminar en Nueve Editores pero que, como toda hija, iba poco a poco definiendo su propia vida a partir de unos rasgos particulares: portada y contraportada, títulos y subtítulos, diagramación de acuerdo a las especificidades textuales; en fin, todo aquello que con la magia de la intención va transformando un archivo de Word en un libro que vuela, desplegando las alas de sus hojas, hasta las manos y la mente de un nuevo lector.

Toda esta sinergia entre (a lo Cernuda) «la realidad y el deseo», al día de hoy, se ha convertido en una primera entrega de ocho números de esta colección, ocho nuevas propuestas de lectura que trazan una cartografía conformada a partir de las predilecciones y los deleites en torno a la experiencia estética de quien lee y que a su vez escribe, y que navegan en el espacio nutricio que se expande en el encuentro, seductor y sugerente, entre la grieta que retiene al susurro que la colma.

Solo queda agradecer a aquellos que, haciendo caso del primer canto de esta sirena, alimentaron el fuego de nuestro esencial deseo: Ángela Lucía Sánchez, Jonathan Alexander España Eraso, Andrés Torres Guerrero, y a los autores a quienes, a su vez, ellos invitaron a hacer parte de la colección; sus propuestas han abierto nuevas rutas de lectura y me han permitido rendir, de alguna manera, un tributo al volcán a cuyos pies quiso mi vida dibujar un sendero.

 

Andrea Vergara G.