Rodolfo Lobo Molas
Rodolfo Lobo Molas, Catamarca, Argentina.
Poeta, Escritor, Aviador, Locutor, Periodista, Editor, Gestor Cultural.
Libros: Catamarca, Ensueño y Leyenda (ensayo), Los pájaros de la lluvia (Poesía) y Breve Diccionario Catamarcano.
Participó en 50 antologías: 27 nacionales y 23 internacionales de microficción, poesía y narrativa, obtuvo diversos premios y distinciones y su obra se publicó en Argentina, Bolivia, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, España, Estados Unidos, Guatemala, México, Perú y Venezuela.
JAHZMÍN (*)
Jahzmín salió como todos los días rumbo a la escuela. Allí la esperaban sus compañeritas con quienes gustaba jugar y compartir historias de príncipes, hadas y alfombras voladoras. En su tierna infancia ya había oído hablar de la guerra, de la maldad, del dolor, de las ausencias. Pero eran cosas de mayores. Prefería recordar las hazañas de Alí Babá o los relatos de las Mil y una noches. Su infancia, como la de todos los niños, tenía otras urgencias. Aunque no siempre la realidad se lo permitía.
Lejos ardían las antorchas de los pozos de petróleo. El símbolo de la prosperidad del país. Pero no bastaban. Sabía que en su casa escaseaba el alimento. Escuchaba a sus padres referirse a un bloqueo internacional, que sus conocimientos infantiles no llegaban a descifrar.
Era una niña de carne y hueso, igual a todos los niños del mundo. Con sus alegrías infantiles, sus ilusiones y, sobre todo, su candorosa inocencia. Esa inocencia que le permitía despreocuparse de aquello que referían los adultos.
Al hacer junto a su familia las oraciones matinales a Alá, habían pedido por la paz. Se despidió de papá, de la abuela y de sus tres hermanitos menores. Jahzmín ya contaba con siete años y tenía que estudiar. Pero al partir había visto en los ojos de su madre, un brillo distinto. Estaban húmedos de lágrimas.
Se encontró con sus amiguitas en la polvorienta y arenosa calle de la escuela. Era un pueblo pequeño, alejado de Bagdad, hacia el Al-Jazira o Norte del país, cerca de la ciudad de Al-Mawsil y el Río Tigris. El viento levantaba remolinos de arenisca que se colaba por entre sus ropas claras. El sol de la mañana comenzaba a calentar el fresco aire nocturno de las montañas agrestes. No muy lejos de allí las ruinas de Nínive, antigua capital del reino de Asiria, eran un atractivo arqueológico internacional.
Llegaba la primavera. Era mediados de Marzo. En las ramas de los escasos árboles, los brotes comenzaban a pintar de verde los áridos paisajes. Por los alrededores de su humilde pueblo cruzaban camiones, tanques, soldados, armas. Había olor a miedo. Pero en los ojos de los duros hombres, refulgía una luz de soberano orgullo. Ellos sabían que en sus manos estaba el destino de la patria.
Allende la frontera, miles y miles de soldados de extraño idioma hacían los aprestos para quedarse con cada palmo de la tierra que a ellos tanto les había costado construir. Por la que sufrían desde siempre y a la que un feroz bloqueo internacional le había minado sus resistencias físicas, ora por la carestía de alimentos, ora por la resentida atención de la salud, donde los más sufridos eran los niños.
Cada uno de los estoicos soldados sabía que el petróleo que les conseguía alimentos y medicinas, se convertía en codiciada joya para los intereses inhumanos de otras naciones. Y no tardarían en tratar de conseguirlo con cualquier argumento y a cualquier precio.
Los vehículos blancos con la sigla UN, les habían dado cierta esperanza y alivio. Pero habían abandonado el país ante la inminencia de la guerra. El clamor mundial por la paz no entraba a los sordos oídos de los amos de la tierra. De los eternos e insaciables conquistadores del orbe.
En el impasible país del Norte el azorado Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, hacía días que, apesadumbrado, había desplomado su morena humanidad en un sillón de su lujosa oficina. Moviendo la cabeza de un lado a otro no podía creer que la ambición y la insensatez rayana en la locura de los poderosos del planeta hayan logrado que una vez más la sinrazón de la fuerza haya atenazado al brazo de la ley. Pero nada conmovía a los insensibles dueños del poder.
Jahzmín habla el kurdo de la región y el árabe del país. Y anhelaba un día ingresar a la Universidad de Al-Mawsil, en la populosa ciudad norteña. En la pequeña escuelita, una vieja campana llamó a clases, mientras su sonido se desvanecía ante un silbido agudo, penetrante, aterrador que cruzó el azul cielo de Irak. Asustados los niños buscaron refugio junto a un blanco muro. Una nube de polvo arenoso cubrió toda la zona.
Jazhmín lloró desconsolada y abriéndose paso entre tanto escombro fue encontrando jirones de sus amiguitas que se esparcían tiñendo de púrpura el suelo pedregoso. La abandonaban las fuerzas, pero aún así corrió hacia su casa buscando asilo, sólo para descubrir el significado de la palabra huérfano.
Un tímido arroyo carmesí manaba indetenible de su ondulada cabellera negra. Orientando su cuerpecito hacia La Meca, alzó al Cielo sus ojitos inundados en inocentes lágrimas y preguntó ¿Por qué?
Sentada en una nube, miró desde las alturas, y vio a los inconmovibles hombres de traje y corbata que no tenían tiempo para responderle: estaban ocupados con el béisbol, el té de la cinco y los toros.
Rodolfo Lobo Molas.
1º Premio, Categoría Cuentos, del III Concurso de Cuentos y Relatos, de la Sociedad Italiana de San Pedro, Buenos Aires.