Fofo: APL

Por Araceli Otamendi

Le gustaba mirar por la ventanilla las casas chatas, los pastos salvajemente largos, los árboles erguidos como estatuas heladas, los troncos  pintados con cal  para que no se los coman las hormigas. Le gustaba disfrutar del paisaje pobre, de esa ausencia de edificación lujosa, de esa misteriosa desolación de la Provincia de Buenos Aires al sur. Pasaban árboles y más árboles, también las piletas con el agua azul de los clubes de Avellaneda. Faltaba poco para llegar. El sol empezaba a entibiarse. El guarda  pide el boleto. Los ojos como dos alfileres de cabecita miran como inyectándose en las caras de las personas. Y después mirar los afiches en el fondo del vagón, el olor a encierro, el tufo del tren.

Imaginarme el piso de la casa al caminar, la madera crujiendo, las paredes silenciosas, los techos altos. El jardín…

Y entonces apareció sentado el hombre ése, o tal vez se lo había imaginado. Parecía  un fantasma, tenía algo de la desolación del paisaje en su cara. Le resultaba conocido aunque no podía recordar el nombre. Ahora se había adentrado en sus pensamientos, como internándose en el paisaje, en esa llanura interior, cubierta de pastos y de olvido, donde por momentos florecía un jardín con sol, como un retazo de memoria arrancada de quién sabe dónde. El tren se detuvo en una estación, apenas miró el cartel de pizarra negro y letras blancas con el nombre. Subieron algunos chicos que pedían monedas y daban a cambio alguna estampita con la imagen de un santo. También el vendedor de chocolates y una mujer que ofrecía el bhagavad gita y la Biblia por unos pesos, pocos. Durante algunos momentos se veía en su infancia, en el patio de aquel colegio, rodeada por esa luz acongojada que suelen tener los patios. La hora de la siesta vacía de ruidos, todos los chicos se habían ido y quedábamos dos o tres solamente y alguna silueta fantasmal y negra, con olor a jabón neutro rezando oraciones. Y ahora el hombre ése estaba ahí, descubrió en su cara unos ojos que la estaban mirando y que de tanto en tanto se detenían en la lectura de un diario abierto y vertical sobre las piernas. La frenada del tren como un quejido la distrajo. En la cartera tenía una faja recién comprada en un negocio de la calle Florida para su madre recién operada. En los pensamientos, las caras de los hijos, sus voces. Comprame un cuaderno de ochenta hojas cuadriculado. Yo necesito una escuadra. Y más allá la cara de Roberto quejándose por el trabajo, la obra no terminada, la falta de respeto de los obreros, de los clientes, de las personas en general.  Todo mezclado parecía un buen cocktail. Eran cerca de las dos de la tarde y no tardaría en llegar. Faltaba sólo una estación y se preparó para bajar.