«El oficio de ser invisible» es un cuento que da nombre a un libro de relatos de Arturo Prado Lima, publicado en Madrid y del que hacen parte, entre otros «El enemigo equivocado» y «Beatriz desnuda en tu cama».
Por Patricia Merizalde*
De repente olvidé mi nombre, o al ser que hace pocos instantes creía llamarse de otra forma que no sea, como aquella mujer que dice ser Clara, así, sin apellido, proyecto de monja y defensora de vivos cadáveres, experta en levitar en medio del mar y encaminarse, sin saberlo, entre las olas, hasta la pasión sin fondo de un amor invisible.
Lo raro es que yo le temo al mar. Jamás, ni en sueños, pretendería pasar una noche de mi vida sobre el columpio imparable de sus olas y esa azul profundidad que me intimida. Sin embargo, ignoro en que instante pasé a ser la protagonista estelar de esta historia donde “El oficio de ser invisible” es narrado por los hechizantes recursos de chamán, irrenunciables en Arturo Prado Lima, poeta y escritor colombiano residente en Madrid, heredero cierto de los conjuros del realismo mágico tan empoderado en los espíritus espartanos a la hora de transformar instancias a la justa medida que requiere poner a salvo nostalgias propias o ajenas.
Siamesa de Clara, posesa de su ánimo en mi ánimo, siento su textura de algas y de ángeles, capaces de intentar, siempre unida a ella, los más sublimes y salinos milagros. A sabiendas la acolito y me voy enamorando con Clara del desamparo de Marcelo Abril y su torrente de inseguridades. Sin celos de ningún color, creemos que una de las dos tendrá que ser madre o hada de este hombre siempre al filo de derretirse entre las calamidades y ausente hasta de su propia sombra. Cruzamos nuestras miradas y por encima de la magistral historia ya escrita por Arturo Prado Lima, intuimos que el desbordamiento de quiméricas pasiones entre Mauricio, el cineasta, y talvez su novia croata y futura esposa de Marcelo, actores primordiales ya puestos en escena, nos llevará a los cinco al total debacle moral y psicológico.
Y así, sin soltar la mano (con dedos casi derretidos) de Marcelo, vamos las dos por los laberintos que uno tras de otro plantea Prado Lima, en medio de una trama donde incorpóreos amores tienen como único traje la desnudez de sus temperamentos, y cumplen sus roles capaces de sustituir con creces cualquier remedo de fatuo humanismo a la hora de la absurda sobrevivencia que impone, sin pudor, los alcances de seres transfigurados por el desarraigo de la ilusión o la certeza del permanente derrumbe donde se invisibilizan la pertenencia de las caricias o los besos en un carnaval de máscaras impuestas o a las que, desconsiderado con nuestros sentimientos, los de Clara y los míos, nos somete Arturo Prado Lima, cuando, a pesar de las letales circunstancias o las tácitas derrotas de Marcelo, juntas corremos a poner a salvo el hombre que nos acompañará en el sueño derretido de olvidos y mares eternos.
Definitivamente, Clara rompe los suyos y mis propios ropajes. Dueña de mi rabiosa nostalgia, fluyo con ella o siendo ella o las dos en desesperada complicidad, inventamos remedos de esperanza entre las marinas bambalinas de amaneceres y noches insospechadas donde la enormidad de la luna “es la huella dactilar de Dios en la tierra” en medio de eternos silencios e indiferentes vampiros que se ríen al final del tiempo.
He soltado el rojocobre de mi cabello para recoger en él las lágrimas “en castellano” de Clara. Trato de consolarla y convencerla de que las dos nunca íbamos a poder llorar ni mover nuestros cuerpos “en alemán”. ¡Créeme!, le imploro: solo el amor, nos envilece o nos salva.
Sin hablar se aleja confundiendo su tristeza entre las palabras con las que marca territorio Prado Lima. No sé si me escucha cuando en el penúltimo párrafo, le pido a gritos que abandonemos a Marcelo, ya desvanecido entre los retazos de Berlín y los fantasmas que rondan al que fue el Muro de Lamentos. Clara, tragándose mis aullidos y los de ella, sigue sin escucharme, no está dispuesta a que se juegue con la íntima dignidad que guarda todo fracaso. Librará de la muerte a Marcelo y para eso recoge con cuidado las migajas esparcidas de nuestras almas suicidas y las deposita, (con lo que ella quiere creer que es amor), en un diminuto frasquito donde un día hubo aliento de vida. Al fin, Clara y yo sonreímos porque en ese estuche de cristal no solo caben los residuos gelatinosos del hombre de nuestros sueños, sino que holgadamente encuentran su espacio las horas interminables de esperar la nada, como pueden, se estrechan las lluvias de confundidos veranos, se acurrucan los gélidos soles que nos persiguieron, los besos que no alcanzamos a saborearlos y todavía alcanza para el puñado de desamores corroídos en nuestras arenas.
Todo, todo cabe en ese pequeño espacio transparente creado por Arturo Prado Lima, para morir con la ilusión de que el mar que devoramos, terminará por devorarnos justo en el horizonte donde, rendidos, desnudamos la invisibilizada soledad enmascarada en palpables agonías…
*Patricia Merizalde es escritora ecuatoriana.