Irma Verolín publicó en poesía: “De madrugada”, “Los días”, (Primer Premio Fundación Victoria Ocampo) y “Árbol de mis ancestros”. Libros de cuentos: «Hay una nena que gira», «La escalera del patio gris», “Una luz que encandila”, “Una foto de Einstein tocando el violín” y “Fervorosas historias de mujeres y hombres”. Novelas: «El puño del tiempo», «El camino de los viajeros» y “La mujer invisible”. Y algunos títulos en literatura infantil. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Clarín, Fortabat, La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
LOS AÑOS PASAN
Todos decían que mi abuela, al ponerse vieja, empezó a respetar más la siesta de lo que había respetado el mandato de custodiar su virginidad cinco décadas antes, durante el brevísimo noviazgo en el que ya, empeñosa, fue amasando su prematura viudez. Me resultaba especialmente difícil imaginar joven a mi abuela, con el vientre chato, primorosa y alegre, quizás porque la conocí bien entrada en años, cuando tenía instalado en la cara ese gesto de estar chupando fruta agria y caminaba como si tuviera una vaca sujeta a la cintura. Por otra parte ahora sé que la viudez de mi abuela no sólo fue prematura sino que fue, también, sospechosa, ya que luego de pésames y lutos quedaron flotando serias dudas: ¿Era mi abuela damnificada o asesina? Fue, además, una viudez fundacional o –cómo decirlo- contagiosa, dado que inició en nuestra familia la costumbre de morirse. No sólo enviudaron muy los esposos de sus esposas y viceversa sino que también los hijos perdieron a sus padres, los padres a sus hijos, los primos a sus primos, etcétera. Y así, con el contagio y el correr del tiempo, llegó un momento en el que la única pariente que le quedó a mi abuela fui yo. Claro que estos hechos me eran desconocidos a los nueve años, cuando fui llevada por mi abuela a una casa a la que le sobraban piezas, ubicada en un barrio en el que la gente aseguraba no querer morirse. Sin embargo todos sin excepción se echaban sobre las camas tendidas con infinito cansancio y, cerrando los ojos de una a cinco de la tarde, desaparecían del barrio, de la ciudad, del mundo entero.
Después del almuerzo, igual que los otros vecinos, mi abuela se preparaba para cortar el día por la mitad restregándose los ojos, estirando los brazos afectadamente y lanzando unos bostezos que a mí me parecían fingidos. Luego, cuando la veía cruzar el patio en dirección a su pieza, algo adentro se me desmoronaba. Y ya el mundo no podía girar alrededor del sol o yo creía eso, que el mundo no giraba y que si, en todo caso, daba vueltas alrededor del sol, lo hacía con asco. Como yo no podía salir a la calle hasta las cinco de la tarde, me quedaba de pie, en silencio, frente a la ventana del comedor. Entonces el barrio, la ciudad, el mundo entero, eran para mí nada más que un rectángulo distorsionado por los pliegues estupefactos de la cortina de voile. Lo que podía verse a través de aquella cortina, de tan lento, resultaba casi fotográfico. El viento apenas hamacaba los árboles, unos pocos, siempre los mismos, a los que ni siquiera el paso de las estaciones les cambiaba la fisonomía porque estaban secos o incendiados. Detrás de ellos, formando otro rectángulo, las casas de enfrente se dejaban despintar por las lluvias.
De este lado, los muebles parecían adherirse a las paredes o echar raíces en el piso, mientras el silencio otorgaba a los objetos extrañas fuerzas.
Nada, ni el menor ruido. Sólo un rectángulo y una cortina de voile. Caen a los costados de mi cuerpo mis brazos flojos que terminan justo en el ruedo de la pollera y ahora la calle de enfrente se distancia y allá, también no hay nada, nadie, ni un ruido y mi abuela duerme la siesta en la pieza que está en el fondo y ya no doy más, camino rápido, camino rápido, me he escapado del comedor, estoy cruzando el patio cubierto por el toldo que mi abuela ha corrido con el fin de simular una noche que, según ella, traerá la calma. Debido a que el toldo no es muy noble que digamos, algunos haces de luz clara se filtran; así es que sobre las mejillas de mi abuela encuentro líneas, puntos tramposos que terminan denunciando la verdadera hora del día. Contemplo su horizontalidad de caderas amplias y en el centro del esforzado silencio: una mujer vieja encerrada en una habitación en penumbras. Su cara distendida, plácida, demuestra que mi abuela confía demasiado en la sombra traicionera de un toldo. Nada en ella se mueve, ni las manos cruzadas sobre la panza ni esas dos líneas medio oblicuas debajo de dos cejas melancólicas. Cerca de su cabeza blanca y alborotada quiero gritar ¡Abuela! ¡Abuela! Creo que lo haré. Ya estoy muy cerca de su cabeza y grito ¡Abuela! ¡Abuela! Pero ella no se mueve, no. ¡Abuela!, vuelvo a gritar. Y el aire se pone negro, espeso, compacto y yo la toco y mi abuela es algo plano dentro de un rectángulo. Y he sentido que pasaban los años, todos los años, estoy segura de que juntos y velozmente fueron pasando los años hasta hoy, mientras una voz, que no sé de dónde se escapaba, iba diciendo: Había una vez