Por Mauricio Chaves-Bustos

– La vida como un interludio –

El retorno implica un ejercicio de memoria que afecta a todos los sentidos, de modo que es ahí donde hay un ido-ya-recordado que se torna insistencia durante el tiempo que dura ese volver. Por eso desde el título, Stella Estrada Mosquera, nos convoca a un espacio que puede ser común para muchos, bajo un árbol, pero no uno cualquiera, sino un limonero, que pasó del Asia, con seguridad en la ruta de la seda, hacia el mediterráneo llevado por los árabes, como lo hicieron con los números, la filosofía y la medicina, para llegar a las costas americanas y difundirse, junto con la espada y la cruz, por estos territorios desde entonces habitados por muchos desmanes y pocos arrepentimientos, para finalmente expandirse por todo el mundo tropical, acaso una metáfora de las fronteras imaginadas y sobrepuestas que se traspasan con sueños hechas quimeras. “Bajo el limonero”, que como la autora reconoce, tiene color de esperanza, pero no monocroma, sino diversa en colores y formas, remarcando aún más la metáfora de un retorno que es dúctil al amparo de las vivencias que afloran con esos sentimientos agudizados que se vuelven más que señales de lo vivido-recordado.

Buraco es más que un lugar, es el destino que se desafía para encontrar las esencias olvidadas pero que se requieren para afianzar una ontología que busca la génesis de un impulso vital; el retorno desde España a Colombia es un viaje a esa raíz de la cual no se ha podido ni se podrá desprender su propia autora, puesta en el escenario de los protagonistas, lo que transcurre es una experiencia vital particular, y es desde esa vitalidad donde se busca el reencuentro con el ser, una posibilidad de afianzar que definitivamente el odre toma la esencia del primer vino que lo contiene, y que la individualidad, siempre pretendida y buscada, no es más que un decanter que va mezclando las diferentes esencias para determinar que definitivamente, como lo cantó Aurelio Arturo: “los días que uno tras otro son la vida”, es la experiencia como un interludio entre lo vivido y el ahora.

La protagonista narra su experiencia, desde el viaje de ida hasta el de retorno, sin cerrar nunca el ciclo, sino dejándolo abierto para comprender que en los “aquí” hay múltiples diferencias, como los limones que penden del árbol esperanzador, en tiempos límite, como lo es septiembre, otoño estacional en España e invierno taciturno en Colombia. En treinta días, un mes, ese diario postal se va llenando con las tintas de los recuerdos antes que de las expectaciones, por ello hay añoranzas de todo tipo, desde los olores de las frutas que en otros espacios se vuelven exóticas, de ese mar que es Pacífico y que es Atlántico, de los sonidos que, como ecos detenidos en el tiempo, muestran también la lejanía de lo ido-perdido, por eso Buraco no es ya el que se dejó, el guardián del tiempo ha dejado que pasen, por entre las rendijas de su acceso, los vientos y las aguas que terminan por corroer lo que creíamos era lo más sólido. Los treinta días realmente son años, por eso están demarcados todos y cada uno de ellos con el símbolo D, que en romano significa 500, acaso una alusión al tiempo que ha transcurrido desde lo que algunos consideran un descubrimiento y otros una invasión, también una alusión a la llegada de los primeros africanos a América, en la oprobiosa condición de la esclavitud, todo lo cual terminaría por forjar lo que Vasconcelos llamó “la raza cósmica”, y que en la novela toma cariz de aceptación, pero también de denuncia, no en vano la protagonista hace alusión a su abuela “culimocha”, descendiente de los supuestos vikingos que encallaron en las playas del Pacífico Sur colombiano, pero que en realidad eran vascos, y que se asentaron en tierra de negros, generando un racismo difícil de comprender, amparado en obsoletos prejuicios, de tal manera que la abuela que desdeña a sus propios nietos no es sino un símbolo de una realidad palpable en este territorio.

De igual manera, en este viaje a la raíz, sale a la palestra uno de los personajes colombianos más curiosos, representante de las castas añejas que siguieron gobernando al país después de la Independencia, Tomás Cipriano de Mosquera, quien en 1822 fue nombrado gobernador de la provincia de Buenaventura, con capital Iscuandé, y quien durante mucho tiempo mantuvo él, y su descendencia, una fuerte influencia económica, política y social. Esclavista, como lo fue su familia política, los Arboleda, no desaprovechaba esa influencia para reclamar el derecho de pernada, a la mejor usanza feudal, y dejar embarazadas así a las hermosas doncellas afrodescendientes. Dueño de la Isla del Gallo, desde donde partió Pizarro a invadir el Perú, parece ser que la testó a uno de sus hijos habido con una esclava, parte del origen que permite ir develando no solamente la casta social que existió en el territorio, sino también todo el maridaje político que se sembró con odios, se cultivó con desidia y terminó por dar el fruto de la corrupción.

Así como aparecen similitudes entre lo buscado y lo dejado-vuelto, Colombia y España, la minería explotada en Galicia por los latinos y en el pacífico colombiano por los herederos de los españoles, ambos utilizando mano de fuerza esclava, aparecen también las rupturas enmarcadas preciosamente en la novela desde el territorio, de ahí que en uno de sus pasajes se diga que: “No puedes llegar a la costa Pacífica sin que los Andes den su permiso”, una alegoría de ese distanciamiento impuesto desde el centralismo frente a Buraco, que representa a todo ese gran territorio negro; así como el límite expuesto entre la sierra y la costa, entre lo hispánico y lo americano, entre el propio español impuesto-heredado, las lenguas africanas ya olvidadas en el tiempo y el gallego aprendido que recuerda el pasado lusitano ahora habitado.

El diario personal se vuelve en la novela un diario de viajes, un recurso maravillosamente empleado por la autora, es la voz en un monologo interior la que permite que la historia fluya día a día, no como un copioso río que sale al mar con toda la fuerza y funda la diversidad de los estuarios, sino más bien como un río que se abre en mil deltas para seguir sopesando la propia ontología de ese ser que se vuelve ambivalencia en lo encontrado-perdido. Viaje al fin, un ir y volver constantes, la vida como un interludio de algo, de tal manera que finalmente el deseo puede resumirse en la última estrofa del bello poema de Kavafis, Itaca:

Y si pobre la encuentras. Itaca no te ha engañado.

Sabio así como llegaste a ser, con experiencia tanta,

ya habrás comprendido las Itacas qué es lo que significan.